sábado, noviembre 26, 2011

Canciones



Participar de un recital de música o, simplemente, escuchar algunas canciones es exponerse a una lluvia de sensaciones. De repente uno puede sentir que está desnuda la piel y, por ello, que es capaz de recibir las vibraciones de un modo tan profundo, tan sostenido. Como si la música y, sobre todo, los versos nos hablasen de un modo particular, de tal manera que uno los puede sentir como únicos, como dirigidos a uno mismo. Algo así como palabras que tienen las formas justas para que se cuelen por esas rendijas que protegen a nuestra sensibilidad, sean las rendijas que nos protegen grandes o pequeñas.
Si, parece una cursilería, se puede decir con veracidad. ¿Pero escapamos a eso? O mejor dicho, ¿es bueno no ser sensible a eso? Esa supuesta sensibilidad es un elogio de nuestra humanidad, no un karma de una persona, de una edad, de un estado. Es una de las ocasiones donde el ánimo debería estar exaltado, aun manteniendo la calma.
Todos y todas guardamos en la mente canciones que nos han hecho emocionar ya que representan una síntesis elocuente –y acepemos, muchas veces exageradas- de lo que sentimos como el instante vital. Canciones que han sonado al tiempo que teníamos el encuentro o el desencuentro que establece una marca indeleble en nuestro espíritu.
La música, esa habilidad humana, de juntar sonidos para transformarlas en un lenguaje que comunica nos los adueñamos para dejar espacio a los no dichos, a las cosas que no sabemos, ni queremos expresar. Robamos versos y melodías para que ellas sean nuestro traductor en tantas ocasiones. Pero también para que sean el testigo elocuente cuando no estamos o no están, de nuestro sentimiento.
Canciones. Otra mágica manera de comunicar, que, nunca debe reemplazar el comunicar. Esa capacidad maravillosa de poder decir, con palabras, miradas, caricias, gestos y silencios lo que sentimos. Siempre es mejor decir "My lover", que simplemente hacer que la canción diga "My lover", aunque siga siendo lindo escucharla y quede siempre nos suene como una declaración de principios.

Orgasmear


Tener un orgasmo es una de esas vivencias personales que podemos experimentar los seres humanos. Es exclusiva del ser humano. Esta exclusividad se puede comprobar en el simple hecho que es el ser humano el único ser conocido capaz de mentir un orgasmo o de exagerarlo o de recordarlo, describirlo, pensarlo. Es, también, capaz de fantasear sobre ello y varias otras alternativas.
Un orgasmo es, en algunos casos, una explosión fisiológica propia de un momento de tensión anterior, esto en términos de una simple fisiología sexual. Pero, lo sabemos, como todas las palabras que usamos en relación a otro/a tienen el peso significativo y real que le vamos imponiendo por las vivencias que se tejen con nuestra imaginación, nuestras expectativas y, a veces, con nuestros miedos.
El orgasmo, como una síntesis del encuentro sexual, tiene un peso que va más allá de su corta duración fisiológica. Es, para muchos/as el instante preciso donde uno se abandona frente a otro (sea concreto, real o imaginado, el otro/la otra está en ese instante). En esos momentos, para algunos, se puede sentir completamente la vivencia de fragilidad humana y de la contención por el otro, no como debilidad sino como belleza. Es, por eso, que es uno de los instantes donde somos irremediablemente y maravillosamente humanos.
Esto, me lleva a la siguiente pregunta ¿Cuál sería el verbo más adecuado para el orgasmo? Varios son utilizados de forma indistinta: tener, dar, buscar, procurar, producir, ofrecer, recibir, pedir.  Si pensamos cada uno de ellos implica una forma diferente de orgasmo, de comunicación con el otro que comparte ese momento, tan preciso, tan real.
Pienso que el verbo más perfecto para utilizar es “ofrecer” aunque, obviamente, no es el único. Es en el ofrecimiento hacia el otro cuando la noción, no la fisiología, de orgasmo consigue su máxima expresión. Sólo se ofrece cuando la comunicación lo antecede, una comunicación que puede utilizar todos los recursos que disponemos con el otro, desde la palabra hasta el lenguaje corporal, incluyendo el silencio como eco de nuestra sensibilidad, y la mirada como conjugación y todos los materiales que contamos en ese momento, con esa persona, desde la fragilidad personal, hasta la confianza construida, pasando irremediablemente por la intimidad desarrollada. Con todo ello creamos esa síntesis que se expresa en lo fugaz de un orgasmo pero que implica la cercanía imposible con esa persona a quien le ofrecemos y nos ofrece uno de esos momentos donde nuestra humanidad respira, fugazmente, la eternidad.

lunes, noviembre 21, 2011

Cobarde



La cobardía es una de esas cosas que cualquiera detesta. Por ello, ser acusado de cobarde es un insulto que sacude, a veces, brutalmente. Uno es cobarde, en esta lógica, cuando no se anima a hacer lo que es necesario, aquí y ahora.
En la palabra cobarde están implícitos muchos elementos en relación a lo que no se demuestra. La incapacidad de «jugarse» por lo que tiene valor, desafiar a quien sea para hacer frente al desafío de haber hecho lo necesario y justo frente a lo adecuado.
La cobardía, pues, aparece ante la guerra, ante los vejámenes, ante la injusticia, ante el amor, ante las decisiones trascendentales y otras cosas, pero también frente a lo que los demás, los que inculpan, considera que es lo necesario a hacer frente, o sea a lo que valorizan como lo necesario.
Todos podemos estar de acuerdo, por ejemplo, que no aceptar la guerra como idea no es ser cobarde pero que si la guerra está declarada y uno no osa hacer algo para proteger a lo que uno valoriza es, para muchos, un cobarde. Esto  no implica, señalemos tomar las armas. Estoy convencido que una actitud pacífica frente a la violencia no es una cobardía, sino una decisión de valentía superior.
He aquí la cuestión central: la cobardía siempre conlleva un juicio de valor sobre lo que consideramos que se debe defender, sobre lo que uno, el otro o cualquiera que se precie de ser moral, se debe jugar. La cobardía se define, entonces, por quien define el valor en relación a otros valores que están sobre la mesa.
No estoy diciendo, valga aclararlo, que la cobardía en sí no existe. Claro que si. Todos podemos ser cobardes y, seguramente, yo lo he sido en más de una ocasión  -no hay en esto ningún orgullo-. Como varias personas.
Lo único que es esencial tener en cuenta que sólo se puede juzgar, con la ternura necesaria, es decir con la capacidad de contemplar al otro con el dolor que pueda tener, dándole peso a esa vivencia en toda su dimensión- cuando tenemos una certeza absoluta que estamos viendo el cuadro completo. Esto ultimo no es sólo poder describir el cuadro sino saber a que cosas el otro le esta dando valor; valga aclarar que saber a que el otro da valor, en este caso particular, es asumir que por ese valor, tal vez, no haya cobardía sino algo distinto, tal vez contrario.
Decirle a alguien cobarde –por medio de cualquiera de las sinonimias, circunstancias y modalidades que podamos usar- es una calificación que puede afectar; digo bien afectar y no hacer reaccionar (uno de las excusas más utilizadas para no acompañar al otro en su proceso).
De nuevo, el mismo problema, comprender al otro no es asumir que tiene razón con cualquier estupidez que pueda pensar o sentir. Es valorizar que su interpretación tiene valor y que, aún cuando difiere de nuestra interpretación no es, ipso facto, lo contrario, ni lo equivocado. Más aún, cuando realmente creemos que está equivocado, ¿qué hacemos para procurar ver el error, acompañar el cambio, sugerir nuevos elementos para ello?
En conclusión, nos preguntemos, muchas más veces, lo siguiente: ¿Cuándo el otro no hace lo que espero que haga, realmente sé lo que está haciendo? Antes de pensar que el otro es o deja de ser cobarde, hagamos el esfuerzo de acompañarlo. Quizás, en eso, ganemos todos la confianza de ser, la magia de estar, la valentía de compartir.

Niños en la calle


Este fin de semana nuevamente vi niños en la calle. No de aquellos que están jugando como si fuera el patio de su casa, bajo la mirada de alguien que los protege y los deja comenzar a construir su autonomía. No, hablo de aquellos que están en la calle como adultos. Niños y niñas que están desprovistos de la protección mínima y que deben hacer con ello su vida. Crecer a golpes, vender algo a cambio de ternura circunstancia, renunciar a la inocencia para sobrevivir. Niños en la calle. Esto no se trata de signos político alguno. Aquí hay una verdad que se impone sin ninguna ideología: si hay niños y niñas en la calle sin ningún tipo de contención es porque algo estamos haciendo mal como grupo social. No importa si este gobierno invierte más o menos que el otro o el anterior en esta problemática. No importa si se hace mucho o poco a pesar de la falta de recursos. No importa si el problema es complejo, no importa el dolor que nos produce ver esa infancia desprotegida, abandonada, errante por la vida. No importa si se ha mejorado la inclusión educativa o los servicios de salud. Lo que importa sigue siendo el hecho más contundente: hay niños y niñas aun en la calle. Algo estamos haciendo mal a pesar de nuestros aciertos y disponibilidad. 

Nuevas notas sobre el amor



El amor, ese sentimiento que todos ansiamos. El amor, con sus variantes, con sus diferentes formas de expresarse, de sentirse, de vivirse. La variedad de la comunicación humana le da un abanico a sus manifestaciones que parece infinito (jamás es infinito, nuestras maneras de manifestarnos es limitada, aunque, curiosamente, sea infinita la combinación posible).
Pero el amor, en cualquiera de sus variantes tiene constantes que hacen que se pueda llamar amor a ese sentimiento que nos une a personas tan diferentes y que permite que el vínculo que las una se pueda manifestar en tantas expresiones variables. Entre las constantes que podemos encontrar está la renuncia. Es decir que podemos decir que no hay amor sin renuncia.
Pero, valga decirlo, la renuncia es una de las palabras más importantes en el amor, en realidad en la vida misma, pero que genera una sensación encontrada. Efectivamente, renuncia parece algo negativo, para algunos. ¿Por qué relacionar como elemento sustantivo algo un poco negativo en ocasiones a algo tan hermoso y necesario como el amor? Veámoslo
El contacto con el otro, tanto en su necesidad como en el deseo, exige que uno reconozca dos o tres cuestiones, en muchos casos implícitamente. La primera, elemental como precisa: no soy tú, no eres yo. Esto, que se conoce como alteridad, es la base primera que define la humanidad. Darnos cuenta que entre yo y el otro –aquí es importante el “yo” primero- no puede haber nunca continuidad, sino existe una imprescindible contigüidad. La segunda cuestión que surge es, a partir de la conciencia de esa alteridad, es la necesidad de algo que pueda hacer que en esa contigüidad se pueda encontrar maneras de producir acercamientos, también vital, para el encuentro permanente con el otro. Aquí surge la comunicación –en su variada, creativa y compleja manifestación humana- como el recurso de la especie para hacer de la contigüidad inevitable un aliado. La tercera cuestión que surge, es la renuncia. Como elemento metafórico, principalmente. Ciertamente, frente a la inevitabilidad del otro, que se transforma en necesidad, y la necesidad de comunicación, que se transforma en inevitabilidad, la renuncia aparece como hecho ineludible. Simplificando, para poder comunicarnos, en cierto momento debemos renunciar a hablar, debemos renunciar a monopolizar la palabra. Para encontrarme con el otro, necesito renunciar a ciertas cosas.
El otro implica renuncia, lo que no implica mutilación. Esto vale decirlo. El amor como lo que surge y se muestra en nosotros en relación al otro conlleva sensaciones de las más diversas: somos diversos, para sentir, para vivir, para experimentar, para comunicar. La renuncia tiene el valor real de lo que uno hace. No hay que creer que los demás pueden llegar a comprender el nivel de renuncia que uno hace por causa del amor. Ni siquiera el amado, la amada.
Es importante, entonces, comprender que no ama más quien más renuncia pero quien nunca renuncia realmente no ama.

viernes, noviembre 18, 2011

Mantra


Sólo crecemos cuando nos liberamos. Liberarse es el desafío más grande que tiene el ser humano desde que nace. Un desafío al que no puede renunciar. Me resuena, en esto, el “estamos condenados a ser libres”. Sin embargo, sabemos que el ser humano toma, en ocasiones, una vida entera para asumir ese desafío, el paso anterior a la posibilidad de ganarlo. Efectivamente, sólo se puede vencer ese desafío cuando lo encaramos.
Sin embargo, lo sabemos, el ser humano toma atajos, caminos impredecibles, resguardos necesarios. Uno va por la vida sin un GPS que nos guíe, sin unas indicaciones claras de muchas cosas. Vamos descubriendo la senda que nos conduce a un destino que se va manifestando, develando y reescribiendo en la medida que queremos y que avanzamos. En el medio, deambulamos, caminamos, marchamos, avanzamos, descansamos y varias otras cosas. Esto lo hacemos aún cuando estamos convencidos del destino, en ocasiones.
Lo real es que, tantas veces, en ese camino cometemos errores, algunos por omisión, otros por acción desprovista de razonamiento y en otras por acción desprovista de sentimiento. Es decir que a veces erramos el camino por equivocación y otros por una convicción del momento. El andar, quizás, nos pone en evidencia algunos de esos errores que cometemos y les ponemos, entonces, simpáticos nombres: “pecados de juventud”, “rigidez de la vejez”, “demasiado celo en lo que hacemos”, “incapacidad de tomar la decisión correcta” y un largo etcétera. Pero sabemos, nadie está libre, al caminar, de pisar las sendas de otros. 
Ho’oponopono significa “corregir un error” o “hacer lo correcto” en la lengua original de los hawaianos, me dijeron alguna vez. Es lo que debemos hacer para ser libres. Sin embargo, hay veces que los errores son las elecciones que tomamos por los demás. Esas veces en que aún acertando en la elección uno comete afecta a los demás. Eso pasa, muchas veces, en relación al amor. Tal vez por ello, el amor, siempre es tan complicado, incierto, difícil y, valga decirlo, tan misterioso, necesario, innegable. Así funcionamos los seres humanos, a pesar, tantas veces, de nosotros mismos. Eso es lo que hace que la experiencia de la vivencia humana pueda ser inexplicable, misteriosa, compleja, profunda y única.

jueves, noviembre 17, 2011

Escultura


Algunos seres humanos somos como esculturas para los demás. Una metáfora complicada, sin dudas, porque no es univoca en sus sentidos. La idea de la escultura podría parecer algo inerte, pasivo, frío, superfluo, simplemente un adorno que no tiene la prioridad del vínculo. Es verdad que se puede pensar en eso. Pero pienso en la escultura como algo más complejo. De un lado ese proceso creativo que surge desde la idea misma y que se debe confrontar con la fortaleza del material y la fragilidad del material. Un proceso que nos pide tiempo, nuestra pasión, nuestras emociones a flor de piel, nuestras sensaciones, a veces, turbulentas, y otras cosas. No hay relación posible sin la comprensión de ese instante de intimidad donde se desnuda ese mármol, donde residen nuestras emociones.
También pensemos en la escultura que nos gusta, esa que conocemos los detalles, las imperfecciones, la belleza que los demás no pueden ver, o si, pero que la sabemos por habernos detenido a adorarlas a los pies, como se adora. Ese vínculo que no pretendemos único pero que sabemos único puesto que está construido desde esa distancia donde la desnudez es cercanía y no pudor.
Son esculturas, también, en el sentido que esas personas siempre nos perdurarán. Están hechas de los componentes constantes que elaboran nuestros sentidos y nuestros sentimientos; que, en definitiva, son aquellos materiales nobles que forman nuestra propia esencia.
Sin dudas que habrá otras metáforas para pensar en el otro, en la otra. Hoy acéptame esta ya veremos las otras.

Cumpleaños


Un cumpleaños es un día más en el calendario. Un simple día que le damos valor especial. Un día, igual a otros que vivimos pero que intentamos y, algunas veces, logramos que sea diferente. Un día único, particular y personal. Es como si en ese día pudiésemos recordar con más certeza las maravillas que implican que estemos vivos o, simplemente, que ser feliz necesita de un par de cosas y no de mucho o, también, que nos merecemos celebrarnos por nosotros mismos. A veces, ese esfuerzo lo hacen los demás, también es importante señalarlo.
También, en los cumpleaños, varias personas te saludan (hoy con la magia de la web, muchos se enteran sin quererlo y como cuesta tan poco algunos hacen algo al respecto). Lo cierto que de las personas que te conocen algunas te agasajan, otras se olvidan y otras “hacen como”. La verdad que no considero que el olvido de un cumpleaños sea un crimen. Es más lo considero hasta parte de lo cotidiano. Es verdad que es lindo recibir el saludo de esas personas que uno considera que son parte de nuestra vida o de aquellas con las que creer tener un vínculo prioritario pero sé, también, que los vínculos, los sentimientos, la cercanía se establece en un conjunto de cosas y no en hechos puntuales. Estamos cerca de las personas que sentimos cerca. Ojalá que esas personas nos sientan cerca. Ojalá que el esfuerzo que hagamos para ello sea productivo. Pero también, vale decirlo, que las personas que, por las razones que sean, están lejos –en cualquiera de sus variantes- en esos momentos tengan ese instante mínimo para sentir que algo de lo compartido tiene valor, por más que no lo digan.
Lo cotidiano tiene valor porque es lo que nos permite el día a día. Porque en el día a día es donde se llora y se ríe –como síntesis de las emociones que podemos vivir y, por lo tanto compartir-. Pero no quita, todos y todas sabemos que siempre hay personas especiales, que independiente de tiempo, cotidianeidad y circunstancias serán toujours como una especie de Merlín, alguien como un mago que conoce lo profundo, esa parte que está oculta en la piedra que nos forma y donde la espada queda retenida en nuestro propia naturaleza.

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