viernes, febrero 22, 2013

Tolerancia

 Tolerancia es la capacidad individual que tenemos para soportar algo que nos cuesta. Podríamos decir, tal vez, que es el límite hasta donde podemos llegar con algo. Ese límite impreciso –a veces volátil, a veces rígido- que rodea a los seres humanos. Un límite que separa lo que nos permitimos, permitimos a lo demás y aquello que no nos permitimos y tampoco a los otros.

Un límite que surge por variadas razones y que define, de tantas veces y de tantas formas, sus borrosos, idealizados y/o ineficientes contornos. Muchas veces, lo sabemos, somos claros con lo que toleramos cuando hablamos. Elaboramos nuestros decires sin pensar en vivencias, en capacidades, en realidades, en experiencias. Vamos por la vida alabando nuestra tolerancia y así fácilmente enunciamos –tantas veces de forma ostentosa- a nuestras capacidades de tolerar o, de no tolerar algunas otras. Pero la vida, anda por allí, metiendo la cola, como dirían. Y, día a día, nos va dando posibilidades de mostrar nuestros umbrales de tolerancia y así debemos probar que nuestros dictados orales condicen con nuestras acciones. O, por lo menos así era hace un tiempo. Hoy, sabemos, hemos logrado transformar nuestras palabras –interpretación mediante- en lo distinto que enunciaban.
Pero lo cierto que más allá de nuestras capacidades para tolerar idealizada o dicha, está aquella que marca el límite entre lo que realmente podemos aceptar –mucho más allá de lo que pensamos- y de aquello que está fuera de lo permitido por nosotros mismos. El límite entre lo que nos gusta o nos disgusta pero podemos hacer “como que miramos para otro lado” cuando pasa y aquello que nos sentimos con la necesidad vital de decir “esto no lo tolero”. No como un simple enunciado políticamente correcto, sino como un grito de verdadera indignación.
He aquí mi límite que surge de las entrañas. Frente a una injusticia que nos sacude, frente a lo que nos fuerza a la rebelión, aunque sea interna. Frente a lo que no podemos subscribir. Saramago, un admirado escritor, lo dice muy claro en su momento. Escribe el Premio Nobel de Literatura, quien se declaraba “comunista hormonal” : “Hasta aquí he llegado. Desde ahora en adelante Cuba seguirá su camino, yo me quedo. Disentir es un derecho que se encuentra y se encontrará inscrito con tinta invisible en todas las declaraciones de derechos humanos pasadas, presentes y futuras. Disentir es un acto irrenunciable de conciencia. Puede que disentir conduzca a la traición, pero eso siempre tiene que ser demostrado con pruebas irrefutables. No creo que se haya actuado sin dejar lugar a dudas en el juicio reciente de donde salieron condenados a penas desproporcionadas los cubanos disidentes. […] Ahora llegan los fusilamientos. Secuestrar un barco o un avión es crimen severamente punible en cualquier país del mundo, pero no se condena a muerte a los secuestradores, sobre todo teniendo en cuenta que no hubo víctimas. Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones. Hasta aquí he llegado (Publicado en El País, Madrid.).
El no renunció a sus convicciones ideológicas, ni a sus ideas de lo que era justo, sino puso un límite a lo tolerable. Tal vez ese es el desafío más importante. Saber, donde está nuestro límite, por más que apoyemos con claridad una idea. Cuando, por más que defendamos un sistema político, u partido, es momento de decir “hasta aquí he llegado”. Un límite o muchos, pero límites claros. Por ejemplo, muertos inocentes. Hoy, 51 muertos, específicamente. 
En definitiva es la forma de creer en la afirmación de Martín Luther King, Jr.: Al final no recordaremos tanto las palabras de nuestros enemigos como los silencios de nuestros amigos.

miércoles, febrero 13, 2013

Renuncia


El papa renunció. La noticia sacudió al mundo. Porque es importante, aunque no se crea en su figura o porque es algo muy esporádico en el tiempo. Pasa cada ciento de años, se puede leer, en cuanta crónica del suceso exista. Pero nos tocó en suerte y lo vivimos, con mayor o menor apego. La gente habla sobre ello, otros escriben. Yo, por mi parte, no pienso sobre la renuncia del papa, sino en la idea de la renuncia.
Renunciar es uno de los pocos gestos humanos que tienen connotaciones tan diversas, tan opuestas, tan paradójicas. Se renuncia por cobardía y por valentía. Se renuncia por soberbia y por humildad. Se renuncia por miedo y por convicciones. Se renuncia por dudas y por certezas. Se renuncia por odio y por amor. Se renuncia por desesperación y por esperanza. Se renuncia por cansancio y por fortaleza. Seguramente más contradicciones se pueden encontrar.
En la renuncia uno está solo ante el mundo o ante una persona. Uno se enfrenta a sí mismo para hacerlo. Sabe, quizás lo que deja y conoce la incertidumbre que viene. Sólo tiene, a su lado, la convicción de la decisión. Aquella que surge de las simples o complejas evaluaciones que hizo para tomar aquella decisión. Renuncia con la convicción de dejar algo y de enfrentarse a lo nuevo.
Renunciar es más que decir “no”, conlleva, tantas veces, demasiados “si”. Implica, valga decirlo, la sensación renovada de creer en algo, de estar convencido de algún amor, de una esperanza, de una fe. Hay en ese gesto, la desnudez humana que siempre trasluce el espíritu de uno mismo.
Como todo gesto, los demás sólo podemos interpretarlos pero nunca significarlo. El significado real está en quien lo realiza. Como los besos, como las caricias, como las sonrisas, como los adioses, como las preguntas, como la vida misma.

sábado, febrero 09, 2013

Placer y gozo


Sentir placer es una de las ventajas de ser humano, con permiso de otras especies –conocidas y no. Estamos invitados a sentirlo. A veces –ojalá que muchas- nos lo permitimos y nos sorprendemos por el bienestar que produce. Nos dejamos celebrar y formamos parte del festín que los colores, olores, sabores, sonidos y demás nos propone la vida o el andar por ella. Así, nos entregamos a los sentidos –a todos o alguno de ellos- y exploramos hasta rutas conocidas y andadas tantas veces, para deleitarnos con el placer que nos produce, el camino realizado. El placer no es una simple contingencia de andar por este mundo sino que es una simbiosis con nuestras vivencias, nuestras percepciones y los demás.
Lo sabemos, sentimos placer por tantas cosas, siempre positivas.  Esto merece una larga aclaración –tal vez, declaración sea el término correcto-: Me niego, pueden decirlo “casi caprichosamente” a llamar placer a lo que hace daño adrede a alguien. No me interesa que liberen iguales neurotransmisores o que produzcan sensaciones parecidas. Quiero reservarme el nombre de “placer” para aquello que produce efectos positivos y que no intenta hacer daño, aunque sabemos que las relaciones pueden producirlo, aún sin pretenderlo).
El placer está, repito, no solo en nuestra capacidad de percibir lo que nos rodea y tomarle el gusto por nuestras vivencias, sino en permitir que el placer se extienda a algún otro. Pensemos en cualquier cosa y veremos que compartido aún es mejor. Por supuesto, implica un poco más de esfuerzo o como quieran llamarlo.
En lo sexual el placer son sendas conocidas que mutan en el día a día. Me animo a decir, que en la rutina no hay placer, aunque pueda haber satisfacción. Esto, obviamente, no implica afirmar que solo en lo nuevo hay placer. El cuerpo del otro es un territorio que aún conocido nos permite el peregrinaje desconocido al placer. Por más que los detalles sean los mismos, es nuestra forma de recorrerlos, de re-descubrirlos, de percibirlos, de “adorarlos” (este palabra no es tan plana como creemos) que nos incita al placer. Tal vez por eso, también podemos encontrar placer en el recuerdo de ese cuerpo que recorrimos en algún momento (otra palabra que no es plana, para mí).
Quizás, todo ello permite, en definitiva acceder, algunas veces al gozo. Esa sensación que es personal, que permite el éxtasis de sentirse que hemos llegado a un lugar pleno, único, maravilloso e íntimo. Curiosamente ese gozo nos invita a pensar en volver a recorrer los caminos del placer para intentar, quizás, volver a sentir ese gozo. He gozado, algunas veces, siempre muchas veces menos que las que he tenido placer. Esta diferencia es lógica y la única posible.
Por esto, por esos caminos donde el placer sigue siendo la opción y por el recuerdo de aquellos momentos donde el gozo fue descubierto es que uno sigue peregrinando por más que siempre desee volver. Placer y gozo. No son lo mismo y eso es, quizás, una de las maravillas menos conocidas y más usufructuadas por la humanidad.





miércoles, febrero 06, 2013

Extrañar


Extrañar es un verbo que siempre me trajo complicaciones. En realidad no el verbo en sí mismo, ya que es un verbo regular y me llevo aceptablemente bien con la gramática –en general, digamos. Hablo de la relación con la acción que el verbo describe.
No se avanza mucho, en este caso y para mí, consultar al diccionario porque como ya sugerí no estamos hablando de palabras sino de una interpretación que le doy. Extrañar es, en realidad, una vivencia que se tiene frente a una ausencia. Sea cual fuera. Durante años ante las ausencias las pensaba, más que otra cosa. Debo decir que eso no tiene nada que ver con la idea de tipo duro, al estilo Humphrey Bogart –como no pensar en Casablanca y lo que implica para muchos- (si, todo parece con un tufillo de nostálgico y de no dichos, agreguemos). Muy al contrario, se asocia con la simple sensación de saber que la ausencia no era ausencia, sino circunstancias. Estaba lejos, viajaba, viajaban y esas yerbas. Había más para hacer, para conocer, para descubrir que otra cosa.
Desde hace unos pocos años extraño. Si, podemos apelar a lo innegable “estoy más viejo”. Pero también a otras cosas que creo, siento, percibo y conozco o porque simplemente, aprendí, descubrí, encontré. También, espero, por ello de “no estamos obligados a defender la misma idea siempre porque nadie puede privarse del derecho de ser más sabio al día siguiente”, dixit un alemán, según mi memoria.
Extraño porque la ausencia me cuesta o me pesa de muchas maneras diferentes. Porque algunas veces sé que la ausencia implica. Sobre todo, más que el no estar presente, sino de abandonar cosas, de exhibir la fragilidad, de percibir que en la ausencia, el cotidiano no se lo vive, por más descriptivo que sea.  
Extrañar implica una impotencia. Porque se extraña lo que no está y que no está por qué se hace imposible –aunque sea transitoriamente-. Se extraña, también, porque creemos firmemente que esa ausencia no sólo remedia nuestro ser sino que este lo necesita, de alguna forma. Extrañar, también, conlleva el hecho que nos creemos, de alguna forma, importante para ser, para estar, para compartir. Importante por el simple hecho que nuestra presencia se debería notar.
Tal vez, extrañar tiene algo que ver con una obviedad: la ausencia es una prueba irrefutable de la fragilidad humana por más que la disfracemos de tantas cosas. Fragilidad del que no está, fragilidad del que siente la ausencia. Fragilidad ante lo no dicho, fragilidad de todo aquello que nos queda en el tintero, fragilidad de lo que es necesario callar. Extrañar, es una de las aristas del amor que tantas veces se puede manifestar de ese modo tan peculiar. Como, por ejemplo, en la percepción de una sonrisa que se dibuja en nuestra cabeza con lo tangible de un recuerdo que toma sentido y que nos falta.
Extrañar, una forma de manifestar el amor. Ni la única, ni la imprescindible, pero, definitivamente, bien expresiva.

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