domingo, febrero 21, 2016

Criticar


La crítica parece, tantas veces, el arte de decir lo que está mal desde la teoría. Eso es lo que suelen decir los criticados o amigos –o adeptos en las causas políticas- de los que critican. Es más, avanzan la idea –ya casi instaurada como dogma- que en la práctica las verdades se deben diluir, las certezas negociar y el respeto entregarse en dosis homeopáticas. Así, la acción valida ciertos comportamientos que, por su parte, la teoría, obviamente, no lo hace. Esta división es casi lógica salvo, por supuestos para la física por ejemplo, pero no es para la vida mismo. Veamos, para las leyes de la física no se modifican por nuestros comportamientos, salvo que estén mal formuladas al inicio. Es decir que la teoría no sea buena. Mientras que para contar mi experiencia en las últimas vacaciones el relato -que es teoría- se puede equilibrar con algo de ficción pero siempre imponiéndolo como verdad, aunque contradiga alguno -o dos- principios de la física, de la psicología o de mi propia experiencia y acciones.
Por supuesto, todo eso es así a menos que sea hecha por alguien afín al poder o respaldado por él de alguna forma. Entonces la crítica pasa a ser enunciados de personas preclaras que logran sintetizar profecías en forma de normas de acción que no admiten ni la discusión ni menos la posibilidad de fracasar.
Lo cierto que criticar es parte de lo que hacemos frente a lo que está disponible a nuestros sentidos. Criticar no es más que emitir una opinión sobre algo que nos interpela, aunque sea por curiosidad, por simple chusmerío, por interés real o, como forma de mostrar que tenemos algún poder.  Al criticar opinamos sobre algo y establecemos, en ocasiones, juicios de valor sobre algo partiendo de una acción realizada por otro. Sólo se critica una acción, se puede decir que, necesariamente, se traduce en algo. Criticamos como parte integrante de las relaciones con los demás.
Una crítica es, una opinión que no implica certezas siempre; es más, claramente una crítica puede ser equivocada. Ya mencioné en otras entradas que lo que se puede esperar de una crítica es que sea buena o mala. Buena sería aquella que toma la realidad interpelada y encuentra en su lectura fallas manifiestas y que pueden ofrecer pistas para pensar, a partir de ello, posibles soluciones, formas de mejorar lo expuesto. La crítica mala es, lisa y llanamente, la que no ve correctamente la realidad y hace sus razonamientos a partir de errores de lectura, mala percepción de los datos y, de equivocaciones de interpretación de lo percibido.
Pensar así implica creer, seriamente que las críticas son necesarias, fundamentales y que es una verdadera falacia pensar que son constructivas o destructivas. Las personas lo somos. Construimos con críticas buenas a pesar que ellas echen en tierra lo realizado. También podemos destruir con críticas buenas, cuando la intención de la persona es destruir al "criticado".
Critiquemos. Lo hagamos con la certeza de nuestras ideas y con la duda de un conocimiento que siempre debe crecer. Aprendamos, al mismo tiempo a discernir, aún equivocándonos, cuando una crítica que nos hagan sea buena o mala, independiente de la persona, eso es otra historia. Tal vez, de ese modo avancemos un poco más en ser mucho mejores y contribuir, concretamente, en hacer mejores a los demás.
Seamos críticos, seamos constructivos, seamos capaces de aprender a escuchar, aprender a dialogar, aprender a respetar. Básicamente, sigamos aprendiendo a ser humanos.



domingo, febrero 14, 2016

Inquietudes


Los espacios vacíos inquietan muchas veces. como los lugares con sombras, o los silencios de ciertas personas. Es como si en ellos nuestra soledad aparece con más relevancia, con más claridad. Esa soledad que nos interpela de tantas formas. Una soledad que no implica estar solo, necesariamente. 
Si, la ausencia del otro, en cualquiera de sus formas nos inquieta, nos toca, nos interpela, nos pregunta y, tantas veces, nos ahoga. Esa ausencia que se refleja en lo que todos conocemos pero también en esa distancia terrible de la indiferencia, en las palabras protocolares de quienes esperamos las palabras de la calidez. En los silencios cuando una espera la palabra y en la palabra cuando una espera silencio. Lo diferente que nos interpela, nos cuestiona y que, sobre todo nos golpea.

Las inquietudes son tantas,  sin embargo, las que nos pesan son las que creemos, sentimos, pensamos que no podemos hablar o, en el mejor caso, las que  nos cuestan hablar aún con las personas con las que estamos. Esas cosas que pueden ser un peso, aunque no siempre. Son vivencias, dudas, pequeños logros, caídas intensas, dudas reales, certezas duras. Esas pequeñas cuestiones que nos hablan de adentro de uno y que no siempre se puede compartir. Sea esto porque la persona con la cual hacerlo no escucha, sea por nuestras limitaciones, sea por la sensación o la convicción de ser capaz de traducir en palabras comprensibles para el otro lo que tiene una suerte de claridad meridiana en nosotros. Es como si supiéramos que nuestro léxico de palabras no puede sintetizar esa verdad que nos sacude, nos atormenta, nos libera, nos limita, nos expande.
La inquietud  es parte del andar, parte del vivir.  Parte de esa cotidiana manera de estar en el mundo. A veces, logramos la quietud. Una quietud que nos permite no sólo la tranquilidad sino también el poder estar dispuesto para las inquietudes de los demás. Porque tal vez la inquietud pueda ser un motor. Aunque por elegir, elijamos el deseo para movernos.

domingo, febrero 07, 2016

Las cosas y su valor

Las cosas, cualquiera de ellas, no tienen valor en si mismo, a lo sumo pueden tener un precio que, según dicen, lo pone el mercado (como si decirlo así no implicaría hablar de seres humanos usufructuando contexto, circunstancias y necesidades). Lo cierto que, por su parte, el valor lo adquieren lo adquieren las cosas por medio del significado, que valga decirlo sintéticamene, también lo ponen los seres humanos usando las palabras. 

O sea que siempre es el ser humano quien introduce el valor en las cosas. Así, es su palabra la que une una cosa a un sentido y al hacerlo le está entregando, y digo esto usando clara y definitivamente una metáfora, un “alma”. Tal vez, luego, con esa palabra también, le ponga precio pero, insisto, por otras vías o con otros fines.
La carta que escribió un amante desesperado, la flor del primer día de la vida en común, el anillo que viene de generaciones en generaciones, el libro firmado por el autor, el disco de aquel concierto que uno conoce con detalle, el desayuno llevado a la cama y envuelto en un beso, la sonrisa cómplice
 del instante fugaz, un poema transcrito u otro creado sin tanta suerte, un llamado simple, una caricia al pasar u otras al estar, ese regalito que no costó nada y creo perfumes de alegría. Todos estos son ejemplos de cosas que, únicamente, adquieren valor por que existe alguien que le transfiere importancia adjudicándole ese valor y, para cerrar el círculo, alguien recibe esa transferencia, acepta esas condiciones y le da consistencia al valor. Esto, que parece de una evidencia simplista, solemos olvidarlo muy frecuentemente. Así, nos apegamos a las cosas materiales en base a esa transferencia y, de pronto, el objeto parece más importante que otra cosa. Somos culpables todos porque, en realidad, no sólo quien recibe da valor, sino también aquel que lo da percibe en el objeto la importancia que damos a su persona. Son todas esas cosas que mantienen el valor por medio del amor y como si fuese una ilusión se pierden, se destiñen, se olvidan por el desamor.


No pretendo decir con esto que debemos descuidar los objetos y no darles importancia, pero si deberíamos hacer un esfuerzo para que nunca eso prime sobre las personas. Los gestos, las palabras, son más importantes que cualquier objeto, que podría alcanzar un precio elevado, pero que su valor es nulo frente a la impotencia del otro, que es el creador del valor y el único, en la realidad total, capaz de hacernos feliz.
Al final de la vida o de un amor lo que nos queda no son las cosas materiales que nos permiten una buena vida, unas excelentes vacaciones, o esos pequeños lujos que es hermoso permitírselos. Queda la suma de aquellas cosas que no pueden tener un precio, puesto que no se compran ni venden, sino que compartimos, ofrecemos, entregamos y creamos porque pensamos que vale la pena hacerlo porque hay un otro al que le ofrecemos momentos vitales.

lunes, febrero 01, 2016

Deseo…

Desear es uno de los verbos más importantes para el ser humano. Habla mucho de sus cosas. Es como si el “desear” nos define como seres humanos y “lo que deseamos” nos define en particular. Por ejemplo, yo deseo, algunas cosas.
Deseo, por ejemplo, tener un sexo “gostoso”, como dicen en Brasil. Deseo una comida compartida, sushi, para la ocasión. Deseo una charla de café, con algo de delirio. Deseo un baile sensual, siempre de pareja. Deseo poder acariciar ese cuerpo, el que vos y yo sabemos. Deseo, carcajadas compartidas sin ton ni son, pero carcajadas compartidas y sin fin. Deseo ver esa película que brinda la excusa para una intimidad de ternura. Deseo una conversación sobre cosas serias, sobre cosas no tan serias, sobre cosas pequeñas y sobre otras más trascendentes pero todas como una coreografía.
Deseo contemplar cada noche esa ternura infantil que aún duerme en ese rostro. Deseo esos momentos de juego infantil que permiten la gloria de sentirse niño un instante y con aroma de alegría. Deseo la pequeña gloria de ser aún ese héroe casero. Deseo esas comidas caseras que se hacen con lo que sobra, se cocinan en un santiamén, se comen saboreándolas y sirven para sumergirse en la sobremesa.
Deseo encontrar ese poema que hace vibrar y creer, por ello, resignarse a sólo plagiar versos, porque lo bello ya está dicho de manera exacta. Deseo, también no renunciar nunca a buscar el verso nuevo aunque sólo sea una nueva forma de decir lo ya dicho. Deseo leer ese libro que te atrapa y te seduce y te hace sumergirte en la imaginación que se va creando. Deseo visitar ese museo, con aquella pintura que aún me emociona. Deseo pensar que puedo recorrer con el tacto esa escultura que parece la perfección divina. Deseo hacer teatro, verlo, pensarlo y darse el lujo de soñar en personajes sin dejar de ser uno. Deseo encontrar esa música que le habla a la síntesis de los sentires.
Deseo encontrar ese regalo que tiene la síntesis de las sonrisas. Deseo el perfume de las flores que tienen aquel aroma. Deseo sorprenderme por ese gesto que se espera pero no se aguarda. Deseo la sorpresa que se cuela en lo cotidiano y se hace intimidad
compartida.
Deseo esa cama compartida con las delicias de la tranquilidad de la noche, que no se termina, sino se funde. Deseo ese orgasmo que deja sin aire y que necesita un poco del otro para respirar desde el alma. Deseo las “excusas” que se arman para que la ternura se exprese, sabiendo que no las necesita porque tiene las razones en su ser.
Deseo esa aventura que muestra el tono exacto de la felicidad. Deseo aquel viaje ya hecho pero nunca repetido. Deseo ese viaje nunca hecho y siempre deseado. Deseo esa búsqueda que no la inicié aún. Deseo ese baño de mar, con la luna en toda la piel.
Deseo aquel amanecer que te invita a soñar y ese atardecer que te ruega a amar. Deseo esa sonrisa fruto de un piropo bien armado y mejor recibido. Deseo esa desnudez que se comparte. Deseo ese beso que se hace efímeramente eterno. Deseo esa caminata que hace volar. Deseo ese delirio que te permite trabajar mejor.
Deseo ese deseo que hace sentir que estas vivo, entero, parao, disponible y dispuesto.
Y, por más, que no todo se consiga, quiero seguir deseando desear lo mismo cada día y cada vez, con igual intensidad inspiradora y creadora.

Si, definitivamente, el deseo es cosa de seres humanos.

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