Casarse es un acto administrativo, un ritual, una fiesta y una
ceremonia. A veces, eso coincide con el hecho que dos personas que se aman y
que creen que convivirán juntos toda una vida decidan mostrar públicamente su
deseo de convivencia próximo o, en la actualidad, ya realizado hace tiempo.
Pero, lo sabemos, no siempre es así. Nuestra idea de casamiento resiste a las
evidencias que esa validez social, religiosa o cultural no garantiza, ni mucho
menos, que las personas que contraen matrimonio se mantengan unidas. Sin
embargo, sigue siendo el matrimonio una ambición, un deseo y, en varios casos,
el motivo de una alegría que se pretende eterna, válidamente deseable y, sobre
todo, convencidos que es una decisión que implica desafíos, necesidades,
compromiso, intimidad y más. También, lo digamos, en ocasiones, también
coinciden que dos personas que se han casado permanezcan unidos, felices,
convencidos verdaderamente, “hasta que la muerte los separe”.
Pero el casamiento sigue siendo, en algunos casos, una simple cuestión
formal, de neto carácter administrativo para certificar una unión y garantizar
derechos compartidos, ya tomados anteriormente a la ceremonia. En otros casos,
el ritual –esto lejos de menospreciar lo describe- es un acto que va más allá
de lo que la sociedad necesita, sino que se asocia, a una creencia concreta que
se articula con una necesidad y que, en ocasiones, pretende ser una
certificación de una decisión tomada de cara a un futuro que imaginamos, nunca
sabemos, próspero, agradable y feliz. Una decisión que nos separa de otras
etapas de nuestra vida, que nos proyecta a cierta idea de lo que viene. Un
casamiento, siempre es un gesto que valida lo ya validado y que nos expone a un
desconocido compartido guiado por un hilo conductor: la noción de amor que
manifestamos.
En una película mala, remake de una buena, una de las protagonistas –encarnada
por una actriz de una intensidad actoral impresionante- se responde a la
pregunta porque los seres humanos nos casamos diciendo que los hacemos “porque
necesitamos un testigo de nuestras vidas”[1].
Un testigo aunque, en algunos casos sea más una coartada, en otros alguien que
nos salve y siempre, alguien que nos permita la dicha del encuentro.
El matrimonio sigue siendo el reconocimiento público de un encuentro
entre dos personas con historias particulares que, seguramente incluyen sus
silencios, sus no dichos, sus reservas que pretenden ser testigos uno del otro
de una vida o de una parte enfrentando con lo que tienen o pueden las
inevitables componentes del encuentro humano –alegría y tristezas como síntesis-
y navegando en las crisis que aparecerán. Esto, siempre con las limitaciones
propias que todos y todas podemos tener y que, tantas veces ni hablamos de cara
a este momento.
Pensemos en la fórmula que se usa -que aún resiste-, en ocasiones, es
la que dice “lo que Dios ha unido no separe el hombre”. Lo cierto que esta
fórmula arcaica es válida mientras es válida. O en palabras de Vinicius de
Morais:
Eu possa me dizer do amor (que
tive):
Que não seja imortal, posto que é chama
Mas que seja infinito enquanto dure.[2]
Por ello y por más, ¡Felicidades para los que deciden casarse hoy!
[1] Me
refiero a la película Shall we dance? (¿Bailamos?) -2004- del directosr Peter
Chelsom con Richard Gere, Jennifer Lopez y Susan Sarandon –la actriz que
menciono. La película original es de Masayuki Suo de 1997, bajo el mismo
título.
[2] Soneto de Fidelidade. Vinicius de
Moraes, "Antologia Poética", Editora do Autor, Rio de Janeiro, 1960,
pág. 96.