Nuestra vida
parece siempre basada en conceptos que son certeros en nuestro espíritu pero
difusos en las palabras. Efectivamente, muchas de nuestras emociones se expresan
en palabras que las decimos con una claridad meridiana –por la seguridad que
las acompaña- pero, que al definirla recurrimos no a la certeza de la
definición sino a los más variados recursos de la literatura: metáforas, imágenes,
circunloquios, elipsis más por su belleza que, generalmente, por la precisión
que le asignamos. Así, con citas de poesías, canciones o dichos –populares o
asumidos como familiares (mi abuela dijo…)- procuramos dejar claro que es lo
que entendemos. Finalmente, o en último caso, apelamos a lo que parece ser el
último bastión de la certeza para una discusión: la experiencia personal. Así,
las cosas más fundamentales de la vida son definidas con ese conjunto de cosas
que definen el espacio propio.
Eso suele pasar
para palabras como amor, amistad, felicidad, alegría y, la que nos interesa particularmente
hoy, patria. Nos interesa hoy, puesto que ayer, según el calendario de efemérides
argentino, fue el día de la patria. Esta, sería definida, según el diccionario
como la “Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente
ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos”.
Nacemos donde nacemos nos da una patria, a veces ella nos expulsa y alguien nos
adopta. O, a veces, simplemente alguien más nos adopta y nos permite tener dos
patrias. Otras alternativas se pueden pensar. Lo cierto que la patria surge
porque surge, parece externa y circunstancial así. Salvo por eso de los
vínculos que surgen cuando pueden y se van armando con lo que uno dispone. Así
la patria estaría dada por esos vínculos y no por otra cosa.
En otros términos
no hay patria posible si no hay personas que se encuentran y que, a veces,
trabajan juntos por una noción de bien común que excede sus propias narices. Así
se consigue que gente, que no conocemos, ni conoceremos, que viven en el mismo
espacio que se llama, por ejemplo, Argentina, tengan un poco más de justicia,
de equidad y, ojalá, sean más felices.
Celebro la
posibilidad de deleitarnos con una música común, que pueda emocionarnos de
manera conjunta, sea un himno, una cumbia, una melodía romántica, una tarantela
o un rock. Bendigo la posibilidad de escuchar una forma de contar las cosas que
me y nos resulte agradable o que nos permita encontrarnos un poco más; Me
encanta que cuando se obtenga un logro –deportivo, cultural, artístico,
creativo o de paz- que alguno de mis compatriotas lo consiga, podamos tener un
momento de felicidad sincera, aunque fugaz y prestada. Todo eso produce, sin
dudas, una sensación maravillosa de esperanza por el futuro que nos cabe a
quienes compartimos suelos y folklore – en su sentido más amplio-.
Pero la patria,
como real, sigue siendo ese puñado de personas con las cuales pude disfrutar el
encuentro y la diferencia, aquellas personas que estuvieron a mi lado ante la
injusticia grande o pequeña, aquellas a las que pude ver el blanco de sus
sonrisas, la forma reconocida de la tristeza; aquellas personas que no dudaron
en tomar mi pan y ofrecerme su bebida; aquellas personas que, a su modo, con
sus palabras, con su lenguaje, me cobijaron, me recibieron y fueron recibidos y
cobijados por mí. Esas personas de ayer, de hoy y las que están por venir.
Porque la patria no es, quizás sólo el terruño sino el camino y este siempre es
el encuentro, con el otro, con el igual, sea cual sea su idioma, su religión,
su piel, su diversidad, recordando que yo soy ese otro para él/ella.
Mi patria, lo
digo, no sabe de idiomas –aunque mi facilidad sea con uno solo-; no sabe de
límites, aunque ellos me impidan e impidan a otros el encuentro, no sabe de
otra ideología que el creer que a veces el verdadero color de la bandera que
nos hace falta sea aquel que podamos pintar entre todos y todas y que nos cobije y que jamás, jamás de los jamases, excluya la diferencia.