El mundo gira con nosotros o sin nosotros. La inevitabilidad humana es
que todos somos prescindibles, innecesarios para la humanidad. Nadie,
absolutamente nadie de toda la humanidad es vital para que esta exista. Mi
ausencia será una ausencia más de los tantos millones de personas que ya están ausentes
desde que existimos como especie. Aunque parezca insensible es una descripción
manifiesta de la realidad humana.
Pensemos que el mundo giró aunque se murieron las personas más trascendentes que
uno puede imaginar. Sean estos científicos, santos, escritores, artistas,
creadores, emperadores, reyes, mesías y lo que se les ocurra poner en la lista.
Aún cuando Caín mató a Abel, el mundo siguió girando. Por eso ese hecho no
tiene ninguna importancia para que el mundo gire, el tiempo siga su curso y
todo lo que ello implica.
Si, así es. Pero también existe otra ‘verdad’. El ser humano existe porque
hay otro. Este principio básico es, tal vez, el punto más fundamental donde la
humanidad toma valor en lo cotidiano y no en ese macro incontestable. Es decir
que para este ser humano (tú, yo y el del frente), lo que sigue siendo vital,
esencial, contundente fue, es y será ese instante de eternidad donde uno se
encuentra con el otro. Ese lapso brevísimo donde la presencia se hace infinita
y, que produce, en consecuencia, que la ausencia pueda tomar el peso del vacío.
La vida de la humanidad no es la vida del ser humano. La vida del ser
humano es ese camino donde somos capaces de recrear la humanidad entera en
nuestro cotidiano. Donde podemos desafiar la eternidad y el infinito en el minúsculo
gesto del encuentro. Donde podemos, sin más, percibir como real que el mundo
deja de girar por esa alegría o aquella tristeza.
En esa inevitable capacidad de síntesis de la humanidad que existe,
cual código genético, en todo ser humano es donde se depositan, tal vez, la
esperanza de lo que aún nos falta mejorar para que el mundo siga girando pero
que quienes están dentro “giren” mejor, cada día, en cada lugar, en cada
encuentro.