Ser como niños es
un pedido que escuchamos tantas veces. Una especie de plegaria con algo de
utopía. El ser humano insiste con que eso resolvería tantas cosas; pero, al mismo tiempo, sabemos que el mundo se empecina en hacer que la vida sea muy complicado, alejada de toda
noción de infancia y, sobre todo, que exista un mundo donde una parte de los niños, que andan por el mundo, tengan que pensar en sobrevivir. Si, la humanidad está en deuda mientras haya
niños y niñas que sufran privaciones, dejadez, violencia, hambre.
Algo, como
humanidad, estamos haciendo pésimamente mal si las lágrimas de un niño aparecen
por otra cosa que no sea por las trivialidades que una buena infancia hace
derramar lágrimas: una caída jugando, una bebida que se cae, un golpe con la
bicicleta, otro niño que no presta su juguete y esas cosas. Algo hacemos mal si antes esas lágrimas, que son necesarias para una niñez, no encuentran nadie que las pueda consolar con las cosas simples: unas palabras de cariño, un gesto de cercanía, un juego ingenuo o cosas como esas. Algo hacemos mal si las lágrimas aparecen por cualquier tipo de violencia, de abuso,
de inequidad social, de injusticia y la respuesta es la indiferencia, el daño, la maldad.
Si, nos tomemos
el día del niño como la oportunidad de oro de hacer que la infancia se
manifiesta con toda su corte de maravillas. Dejemos que la risa, la alegría, la
inocencia, la ingenuidad y el deleite de permitirnos el juego se presente sin
temor y con la sincera intención de hacer que dure mil años seguido.
Al día siguiente,
volvamos a ser adultos, creativos, inteligentes que saben que su
responsabilidad, sea cual fuera, es hacer que la infancia se extienda como un
manto infinito alrededor del mundo entero, con la magia de su simplicidad, con
la alegría de su esencia y con la convicción de la imprescindible necesidad de
su existencia total.