Lo curioso es que siempre el ser humano se define por que existe uno y algún otro. Más claro, sin el otro no hay existencia posible. Esta realidad, que algunos llaman alteridad, es quizás la clave más esencial de toda actividad humana y de todo lo bueno y de lo malo que se desprende de esta cualidad. El otro nos obliga, nos intimida, nos excita, nos atemoriza, nos empuja, nos lastra y más. el otro nos permite los sentimientos, los gestos, las caricias, los besos, los amores. Por el otro existe distancia, ausencia, compañía, dolor, bálsamo, recuerdos y olvidos. Aún cuando o ese otro pueda ser efímero, circunstancial y hasta ausente, hasta siendo ficcional, inventado, oculto, negado, despreciado e ignorado.

Creo que no siempre que lo decimos realmente aceptamos al otro. Creo que muchas veces decimos eso como una idea de simpatía que nos produce la diferencia, A veces convencidos que es el paso necesario para crear la famosa empatía. Pero aceptar al otro es creer de un modo racional, real, sincero, y movilizante que lo que el otro valoriza, simboliza o expresa con sus propias modalidades –no tan lineales como las de uno, no tan claras como la nuestra, quizás como también, quizás, mejores, mucho mejores- no sólo es válido, sino, en ocasiones, deseable como hecho humano.
Tal vez, sea hora de comprender que no existe algo más difícil, complejo y, al mismo tiempo, aceptado como necesario, imprescindible como universal y declamado como fácil como es el hecho de aceptar al otro. Porque en esa experiencia se conjugan el universo humano con toda su limitación, toda su ambición y, valga decirlo, con el núcleo más honesto de todas sus esperanzas.