Me he dado cuenta que me incomodan las personas que dicen “yo no sé cocinar” con aire de superación. Es más, lo dicen tranquilos, como si fuera un punto final de una anécdota. Es más, lo dicen con cierto orgullo y, por las dudas, lo enfatizan. Aclaro, no estoy hablando de personas incapaces de todo por múltiples limitaciones. No estoy hablando aquellos que no tienen capacidad intelectual, estoy hablando de profesionales que estudiaron carreras universitarias muy exitosas. No estoy hablando de aquellos que les faltan las manos o que por algún problema cualquiera tienen cierta torpeza manual. Estoy hablando de gente muy hábil con las manos: cirujanos, ingenieros, informáticos, artistas, etc. No estoy hablando de aquellas personas que no saben reconocer la diferencia entre lo vulgar y lo fino, que no distinguen sabores y olores, que su educación no les permitió acceder a la normas de la estética. Estoy hablando de personas que son creativas en un sinfín número de actividades y que son críticos con cualquier creación ajena.
El “no sé cocinar” es un reflejo de una característica llamativa en su forma de ser. Es un “no sé” especial. No es un “no quiero hacerlo”; eso es un derecho personal que cada uno tiene. Tampoco es uno “no sé” de no saber (maravilloso sería el mundo si existiesen muchos "no sé", en vez de esos errores nacidos de la incapacidad de decir "no sé"). Es un “no sé” de "no me interesa", no es tarea acorde para mí. Aclaro, no es el “no sé” sea un problema sino, que es un síntoma claro de la incapacidad que implica. Una incapacidad que no tiene que ver con inteligencia, con habilidades manuales y con creatividad. Es la incapacidad que más castiga al mundo: la incapacidad de la disposición, de la falta de servicio, del preocuparse por lo demás.
La cocina es de las mujeres, es algo que siempre fue aceptado, en la medida que esa cocina era un trabajo llamado “doméstico”. Cuando pasa a ser profesional se comienza a decir que los hombres son buenos cocineros, hasta llegar a afirmar que los hombres, en realidad, son mejores cocineros que las mujeres cuando están en la cocina, escasamente, de forma doméstica. Pero no estoy hablando de si el hombre puede cocinar o no y de sus habilidades, reales o no. Estoy hablando de otra cosa, de aquellos que no lo intentan nunca porque siempre tienen alguien que les “ponga las papas en el fuego”. Porque esas personas son las que se niegan, alegando una natural incapacidad, a aprender a cocinar. Tradición manda y años y años impidiendo eso terminan cumpliendo sus objetivos.
¿Por qué esto es un problema? En realidad, insisto, no es que sea un problema, sino un síntoma de un problema. Pensemos, para explicarlo, que el hecho de cocinar de forma doméstica es una manifestación muy precisa de la capacidad que tenemos los seres humanos para pensar en el prójimo. La disposición que tenemos, o no, para dejar cosas por los demás. La cocina es un esfuerzo vital: necesitamos comer. Pero también es aquello que nos empuja a pensar más en el otro que en uno, a pensar en la satisfacción momentánea, pero inminente. En la importancia de lo esencial y en el placer de lo compartido. Quien cocina todos los días para alguien tiene que pensar, ocupar tiempo, dedicación y también, muchas veces, estar en soledad en una tarea exclusiva para los demás.
Si observan bien, quienes no “saben cocinar” -que debe incluir la incapacidad para ayudar en la cocina también- son aquellos que tienen una limitación en algunas de esas características. Son personas que tienen un egoísmo pertinaz, aunque pueda ser disimulado.
La cocina como cualquier actividad humana refleja el carácter, pero sobre todo la disposición con el otro. Tenían razón los sabios, el mejor lugar para conocer alguien es una cantina. Avanzo un poco más, creo que una de las actividades más ilustrativas sobre una persona surge cuando uno los observa cuando es servido. En esas situaciones se podrá ver y aprender mucho más sobre su disposición al otro, a los demás, a la vida misma.
Quizás, por todo esto, que cocinar es mucho más que una cuestión de perfección gastronómica, es la forma de ver donde nuestra humanidad todavía tiene que aprender.