La carta que escribió un amante desesperado, la flor del primer día de la vida en común, el anillo que viene de generaciones en generaciones, el libro firmado por el autor, el disco de aquel concierto que uno conoce con detalle, el desayuno llevado a la cama y envuelto en un beso, la sonrisa cómplice del instante fugaz, un poema transcrito u otro creado sin tanta suerte, un llamado simple, una caricia al pasar u otras al estar, ese regalito que no costó nada y creo perfumes de alegría. Todos estos son ejemplos de cosas que, únicamente, adquieren valor por que existe alguien que le transfiere importancia adjudicándole ese valor y, para cerrar el círculo, alguien recibe esa transferencia, acepta esas condiciones y le da consistencia al valor. Esto, que parece de una evidencia simplista, solemos olvidarlo muy frecuentemente. Así, nos apegamos a las cosas materiales en base a esa transferencia y, de pronto, el objeto parece más importante que otra cosa. Somos culpables todos porque, en realidad, no sólo quien recibe da valor, sino también aquel que lo da percibe en el objeto la importancia que damos a su persona. Son todas esas cosas que mantienen el valor por medio del amor y como si fuese una ilusión se pierden, se destiñen, se olvidan por el desamor.
No pretendo decir con esto que debemos descuidar los objetos y no darles importancia, pero si deberíamos hacer un esfuerzo para que nunca eso prime sobre las personas. Los gestos, las palabras, son más importantes que cualquier objeto, que podría alcanzar un precio elevado, pero que su valor es nulo frente a la impotencia del otro, que es el creador del valor y el único, en la realidad total, capaz de hacernos feliz.