Las cosas, cualquiera de ellas, no tienen valor en si mismo, a lo sumo pueden tener un precio que, según dicen, lo pone el mercado (como si decirlo así no implicaría hablar de seres humanos usufructuando contexto, circunstancias y necesidades). Lo cierto que, por su parte, el valor lo adquieren lo adquieren las cosas por medio del significado, que valga decirlo sintéticamene, también lo ponen los seres humanos usando las palabras.
O sea que siempre es el ser humano quien introduce el valor en las cosas. Así, es su palabra la que une una cosa a un sentido y al hacerlo le está entregando, y digo esto usando clara y definitivamente una metáfora, un “alma”. Tal vez, luego, con esa palabra también, le ponga precio pero, insisto, por otras vías o con otros fines.
La carta que escribió un amante desesperado, la flor del primer día de la vida en común, el anillo que viene de generaciones en generaciones, el libro firmado por el autor, el disco de aquel concierto que uno conoce con detalle, el desayuno llevado a la cama y envuelto en un beso, la sonrisa cómplice del instante fugaz, un poema transcrito u otro creado sin tanta suerte, un llamado simple, una caricia al pasar u otras al estar, ese regalito que no costó nada y creo perfumes de alegría. Todos estos son ejemplos de cosas que, únicamente, adquieren valor por que existe alguien que le transfiere importancia adjudicándole ese valor y, para cerrar el círculo, alguien recibe esa transferencia, acepta esas condiciones y le da consistencia al valor. Esto, que parece de una evidencia simplista, solemos olvidarlo muy frecuentemente. Así, nos apegamos a las cosas materiales en base a esa transferencia y, de pronto, el objeto parece más importante que otra cosa. Somos culpables todos porque, en realidad, no sólo quien recibe da valor, sino también aquel que lo da percibe en el objeto la importancia que damos a su persona. Son todas esas cosas que mantienen el valor por medio del amor y como si fuese una ilusión se pierden, se destiñen, se olvidan por el desamor.
No pretendo decir con esto que debemos descuidar los objetos y no darles importancia, pero si deberíamos hacer un esfuerzo para que nunca eso prime sobre las personas. Los gestos, las palabras, son más importantes que cualquier objeto, que podría alcanzar un precio elevado, pero que su valor es nulo frente a la impotencia del otro, que es el creador del valor y el único, en la realidad total, capaz de hacernos feliz.
Al final de la vida o de un amor lo que nos queda no son las cosas materiales que nos permiten una buena vida, unas excelentes vacaciones, o esos pequeños lujos que es hermoso permitírselos. Queda la suma de aquellas cosas que no pueden tener un precio, puesto que no se compran ni venden, sino que compartimos, ofrecemos, entregamos y creamos porque pensamos que vale la pena hacerlo porque hay un otro al que le ofrecemos momentos vitales.
La carta que escribió un amante desesperado, la flor del primer día de la vida en común, el anillo que viene de generaciones en generaciones, el libro firmado por el autor, el disco de aquel concierto que uno conoce con detalle, el desayuno llevado a la cama y envuelto en un beso, la sonrisa cómplice del instante fugaz, un poema transcrito u otro creado sin tanta suerte, un llamado simple, una caricia al pasar u otras al estar, ese regalito que no costó nada y creo perfumes de alegría. Todos estos son ejemplos de cosas que, únicamente, adquieren valor por que existe alguien que le transfiere importancia adjudicándole ese valor y, para cerrar el círculo, alguien recibe esa transferencia, acepta esas condiciones y le da consistencia al valor. Esto, que parece de una evidencia simplista, solemos olvidarlo muy frecuentemente. Así, nos apegamos a las cosas materiales en base a esa transferencia y, de pronto, el objeto parece más importante que otra cosa. Somos culpables todos porque, en realidad, no sólo quien recibe da valor, sino también aquel que lo da percibe en el objeto la importancia que damos a su persona. Son todas esas cosas que mantienen el valor por medio del amor y como si fuese una ilusión se pierden, se destiñen, se olvidan por el desamor.
No pretendo decir con esto que debemos descuidar los objetos y no darles importancia, pero si deberíamos hacer un esfuerzo para que nunca eso prime sobre las personas. Los gestos, las palabras, son más importantes que cualquier objeto, que podría alcanzar un precio elevado, pero que su valor es nulo frente a la impotencia del otro, que es el creador del valor y el único, en la realidad total, capaz de hacernos feliz.
Al final de la vida o de un amor lo que nos queda no son las cosas materiales que nos permiten una buena vida, unas excelentes vacaciones, o esos pequeños lujos que es hermoso permitírselos. Queda la suma de aquellas cosas que no pueden tener un precio, puesto que no se compran ni venden, sino que compartimos, ofrecemos, entregamos y creamos porque pensamos que vale la pena hacerlo porque hay un otro al que le ofrecemos momentos vitales.