La imagen idílica del “corazón” como símbolo del amor, sabemos que no resiste ningún tipo de análisis, salvo el de la metáfora elocuente de los poetas y escritores. El corazón nunca decide, siempre decide el cerebro. A veces, lo hace con más análisis, otras más impulsivo. Algunas con intereses más claros otras con lo que llamamos intuición. Pero siempre decide el cerebro, donde se procesan las emociones y se gestiona las formas de actuar, hasta donde se motiva el deseo y se generan los procesos para liberar los impulsos que podemos tener.
Así que, aun siendo enamorados fervientes, o enamoradizos perdidos,
aún convencidos que el sentimiento debe reinar en nuestras vidas, aun cuando
sostengamos que el camino a la felicidad está dado por seguir el mandato del amor
y no de la razón. Aun en todos esos casos es nuestro cerebro actuando. Así que
lo nutramos de lo mejor para que sus decisiones sean las que nos convengan. Por
ello fomentemos el autoconocimiento que le permite al cerebro saber lo que
deseamos y lo que nos apetece, como también conocer nuestro propio mapa erótico.
Le agreguemos las habilidades necesarias para comunicar lo que deseamos,
gestionar de la mejor manera los conflictos que pueden aparecer,
inevitablemente en la vida, y los recursos necesarios para poder hacer del
consentimiento la verdadera puerta de entrada a lo que queremos.
Así que a seguir lo que nuestro cerebro dicta, que no está reñido con
la posibilidad cierta de seguir lo que nuestros sentimientos necesitan, aspiran
y buscan. El amor, no es la negación de nuestra inteligencia, sino una de las
formas que tiene de expresarse y viceversa.
Paradojas sexuales -Francisco Viola
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