Me gustan
las personas, sin que sea una limitación o criterio, con las que hablar siempre
implica caminos diversos, por la inteligencia. Esa que me cubre un poco y me
incita a otros andares. La que es capar de crear una lógica que obliga a descubrir
senderos y no que solo va por caminos asfaltados. Esas personas que son capaces
de elaborar preguntas incómodas, o por lo menos pensarlas, sin generarte mayor
incomodidad, sino que van abriendo puentes para que puedas tejer respuestas.
Esas personas con las que descubres qué hay otro mundo, más allá de tus narices,
aun cuando ella sea grande.
Me gustan
esas personas que pueden crear metáforas donde tú todavía no las imaginaste,
esas que creen que el verbo aún tiene mucho para esculpir, no sólo lo que ya
está descubierto y, por eso, van por la vida utilizando palabras que no conoces
con la pulcritud del orfebre y te hacen parte. Me gustan las personas que
tienen mundo detrás, por más que no hayan viajado. Y a eso te lo cuentan como
un modo te ayudarte a descubrir un universo y te escuchan sabiendo que los
mejores universos siempre se crean con otro.

Me gustan
esas personas que te pueden contar algún misterio o compartir una música y al hacerlo,
te abrazan un poquito y te dan un poquito más de humanidad. Me gustan esas
personas que son inteligentes, no por decirlo, sino simplemente por haber
vivido y que saben el valor de reír conjuntamente y de acompañar lágrimas de
otros, sin sentir que hay competencia de drama, ni debilidad que avergüence. Me
gustan esas personas que van por la vida dispuestas a acompañarte un trecho
porque el camino lo vale siempre.
Pero, sobre
todo, y si no hay tanta inteligencia, priorizo que me gustan esas personas que
no miden tamaños, ni formas, ni colores, porque saben que el respeto tiene que
ver con mirar de frente, que la vergüenza es parte de nuestro ser, tanto como
el pudor, y por ello, no utilizan el juicio como sentencia, ni la razón como
privilegio y que procuran que el poder, inevitablemente humano, jamás sea manipulación
o imposición. Me gustan las personas que son seres humanos del modo que siempre
imaginamos a la humanidad con la fuerza para soportar cosas y la ternura para
acompañarlas y que se enorgullecen que seas otro y, al mismo tiempo, que seas
tú.

Ahora bien,
por qué también soy quién soy, debo agregar, sin desmedro de lo dicho y
sosteniendo cada palabra, que cuando pienso eróticamente debo decir que me
gustan esas personas que tienen todo eso y, dentro de ellas, sólo las mujeres, que
tienen el clítoris. Si, lo digo, porque el clítoris me parece una pieza
anatómicamente perfecta, que genera una sensación de esplendor artesanal.
Seguramente fue hecha por ese Dios deseable, aquel que imaginó que su creación
solo podía hacerse en los caminos del placer, para que así, sean verdad sus
sueños de evolución. Hay en esa belleza anatómica y fisiológica, la
potencialidad de una conjunción excelsa de todas las posibilidades que se
pueden generar cuando la disposición para el encuentro es capaz de crear de la
nada un todo. Eso lo creo, firmemente, porque sé que en el encuentro -y la
intimidad- se pueden manifestar, con más convicción y certeza, la paradójica
sensación de la eternidad efímera, donde el infinito parece un punto y el punto
es el universo. Por eso me gusta imaginar que si una mujer, con clítoris, está
dispuesta, hay quizás un camino cierto al placer y por más que se comience en
cualquier lado, hay una inevitable lógica de pasar por allí en algún instante.
Tal vez porque en esas mujeres veo una serenidad que preciso, de una
sensualidad que invoca lo mejor que puede haber. Porque al hacerlo, puedo
imaginar la sagrada desnudez compartida y con ello, particularmente una espalda
de una mujer, donde si quieres, puedes confirmar que el beso es un arte, pero
también un aprendizaje. Creo que cuando esa mujer te mira con la intención de
mirarte ella y, por eso, media su decisión la caricia le da sentido al braille.
Porque los senos no son un desafío sino una suerte de rayuela para tocar el
cielo.

Me gusta la
mujer. No por ninguna lógica, sino porque ello me autoriza el juego de
buscarse
, reencontrarse, de sentirse y, tal vez, porque el tango le dio otra
forma a la cercanía. Me gusta la mujer, esa mujer, porque hizo que pueda descubrir el otro
lenguaje de las caricias el que comienza casi por casualidad y se transforma en
un incunable.
Dado a
elegir el origen del mundo, lo elijo como Courbet sabiendo que, después, de eso
solo hay universos a crear.
23/1/2024
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