viernes, diciembre 08, 2006

Reflexión sobre matrimonios

Lo que une a las personas durante años en un casamiento es, algunas veces, el amor. Pero, muchas otras es la lealtad. Una especie de compromiso que se adquirió, en general de forma tácita, con la otra persona. Acuerdos basados en gestos que fueron únicos en algún momento o renuncia a otros gestos únicos pero no convenientes. Gestos que, tal vez, en su momento, fueron la marca necesaria o la tentación resistida para torcer una historia. El punto de referencia inevitable en un curso de vida. Así, muchos matrimonios están condenados a sobrevivir los desgastes de la relación en honor hacia aquel gesto que la otra persona tuvo u otra cosa. Son más que gestos simbólicos, son gestos, palabras, promesas que fijan nuestra vida a un punto central y que las cadenas que tejemos nos hacen, siempre, dar vueltas sobre aquel epicentro.
El ser humano no está hecho para vivir toda una vida con otra persona y tampoco para lo contrario. Ni una cosa ni la otra son la verdad absoluta. No pongo, con esto, la formula del equilibrista, la que pretende establecer un espacio de “todo es relativo”, tan de moda en nuestro siglo. Lo que busco decir es que el ser humano es un personaje central en su propia historia, nunca escrita de forma consiente, sino siempre por escribir (de este modo, me protejo de la discusión sobre destino y esas cosas, porque aún existiendo no es algo que se pueda leer). Esa historia es dinámica por definición, ya que el ser humano vive. Parece una tautología en si mismo, pero, vivir implica muchas cosas entre las cuales sobresale la metamorfosis permanente sobre formas de sentir las relaciones, comprender la realidad, descubrir y simbolizar los fenómenos, determinar sentidos y significados, reconocer los escritos que se nos van apareciendo. 

Cada etapa, época, año tiene una forma diferente de ser vista, leída e interpretada, todo eso originado por una innumerable cantidad de fuerzas que entran en juego sobre cada uno de nosotros. Así, las explicaciones válidas para nuestra niñez pierden su fuerza e interés en la adolescencia y así sucesivamente en nuestras vidas. Nociones como ética, responsabilidad o interés van mudando permanentemente, no de una forma inconstante, sino como constante. Esto, claro está, con la sensación de seguir un camino marcado por ciertos principios, que pretendemos inmutables, para poder soportar los vaivenes. Los ejemplos son constantes en lo cotidiano: los abuelos permiten cosas a sus nietos que no permitían a sus hijos, independiente que muchos de ellos pretendan decir lo contrario. Los que son padres, también vale decirlo, también se permiten cosas que decían que no iban a hacer cuando fueran padres (y madres también, aunque ellas tienen, generalmente, más coherencia interna, por conocer, muchas veces, la fragilidad de la que los seres humanos estamos hechos).
Se modifican los tiempos, los intereses, el contexto, las informaciones que llegan hasta cada uno, las necesidades, los deseos, las preocupaciones y los miedos. El deportista que tiene un problema cardíaco, modificará hábitos o no, pero modificará la percepción de sus miedos (o debería hacerlo). 


El joven que se convierte en padre, el niño que es rechazado por quien no desea serlo,  el amante que debe resignar su amor -por la razón que crea, etc. etc. A cada momento, nuestra vida recibe nuevos estímulos que hacen que la fisonomía del mundo pueda ser modificada ostensiblemente.
La convivencia con alguien nos hace descubrir las cosas que los seres humanos hacen en diferentes situaciones. Al poder aumentar el tiempo de exposición, aumentamos las posibilidades de ver los aspectos negativos de forma más reluciente. Nadie puede tener un mismo papel todo el tiempo. Así en la convivencia van saliendo dudas, miedos, preocupaciones, limitaciones y todo eso que forma nuestra forma de reaccionar e interactuar con el mundo. Cuanto antes asumamos esta realidad, quizás podamos ocupar nuestro tiempo en buscar las formas de desarrollar estrategias, promover aptitudes y descubrir las actitudes que hacen que una relación persista durante la vida de la mejor manera.
Esto es lo que llamamos amor, amistad, o sentimiento: la capacidad que desarrollamos de acompañar los cambios del otro y dejar que el otro nos acompañe en nuestras mudanzas, inevitables. 




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