Soy hipoacusico. Así, ciertos sonidos, ciertas sutilezas y otras cuestiones musicales, no me han sido revelados, podríamos decir. Es decir, escucho menos que muchas personas. Esa dificultad en el oído produce efecto en muchas esferas, como varios pueden imaginar.
Esto implica que hay un pequeño universo al que no accedo. Un universo al que otros acceden sin tanta dificultad. Esa limitación, muy concreta, existe y forma parte de mi forma de percibir el mundo. Ahora bien, eso que está dentro de mi cotidiano no es, para muchos, algo ni evidente ni, en algunos casos, ni un problema.
Pero lo cierto que, como dije, varias cosas de lo que los demás pueden decir o disfrutar, está realmente fuera de mi alcance auditivo. No se trata, en este caso, de “hacer un esfuerzo”, sino que ciertas cosas están fuera de mi capacidad fisiológica de escuchar. Es decir, por más que me digan que escuchen ciertos sonidos, varios de ellos se me escapan. Alguno de ellos muy altos para mis interlocutores. Me pueden pedir, por lo tanto, que escuche algo y no podré hacerlo. Esto independiente, en muchas ocasiones que el pedido ser hecho con mucho cariño, con mucho desprecio, con mucha bronca o con mucho amor. Esto, no es simplemente, sino que más allá de toda la intención de quien me exige, pide o ruegue que reaccione y escuché, en eso no podré reaccionar. Es más, aunque lo desee con toda el alma no podré hacerlo, porque hay ciertos sonidos que no existen para mi oído.
Todos pueden ver, seguramente, como evidente lo que estoy diciendo. Lógicamente, porque las limitaciones físicas –la hipoacusia no tanto, por lo general tengo que anunciarla o mostrar mis audífonos-. siempre parecen más comprensibles que otras situaciones. Sobre todo aquellas que están ligadas al comportamiento. Como, por ejemplo, cuando frente a una persona deprimida le gritamos, le pedimos, le suplicamos, le rogamos, le insistimos en que reaccione y haga algo por nosotros o por el mundo y esa persona no reacciona. Este es uno de los ejemplos que podemos mostrar, de esta forma de no-reaccionar.
Es verdad que algunas personas tienen la capacidad de reaccionar y un buen sacudón es esencial para romper la inercia y conseguir el movimiento que uno desea. Esto no lo discutimos. A algunos les viene bien esa sacudida. Esto se puede notar en mi caso, por ejemplo, cuando en ciertos momentos prefiero no escuchar o, sobre todo, no hacer el esfuerzo para escuchar.
Es decir que obviamente, hay veces que no puedo reaccionar, a veces que prefiero no reaccionar y otras que no sé reaccionar y, seguramente, otras que no me animo a reaccionar. ¿Qué debe hacer uno frente a eso? Sacudirme es una de las opciones. Eso es obvio. Como también lo es que no es una buena opción para todos los casos.
¿Cómo elegimos que hacer? Conociendo al otro, uno estaría tentado a decir. En realidad, lo dinámico de las cosas hace que la respuesta no sea tan lineal. Creo, realmente, que muchas veces es necesario dos cosas: la primera acompañar al otro del modo que necesita y no del que pensamos que es mejor y, la segunda, saber que al elegir cualquiera de nuestras opciones podemos acertar y equivocarnos. Está bien que sea así en la medida que somos capaces de volver sobre nuestros pasos. Definitivamente, hacer reaccionar es mucho más fácil que acompañar al otro. Lo primero necesita, a veces, solamente nuestro dolor; lo segundo, exige siempre nuestra ternura.