El ser humano está condicionado por el aprendizaje. Podemos decir que está condenado a hacerlo y en ello, paradójicamente, está siempre su salvación. Desde que nacemos aprendemos, desde que nacemos estamos sometidos a la inevitabilidad del aprendizaje, aunque muchas veces la obviemos, la ignoremos, la menospreciemos y la eludamos.
Es decir que toda acción humana se puede aprender y, por consiguiente, se puede enseñar, es más, se hace: de un modo u otro, bien o mal, con intención o sin intención, con sentimientos positivos o negativos, etcétera.
Enseñar, decía Paulo Freyre, “no es transferir conocimientos, sino crear las posibilidades para su propia producción o su construcción”. En este sentido, no sólo se puede enseñar a amar, sino que lo hacemos inexorablemente. Creamos permanentemente condiciones donde el otro desarrolla sus conocimientos, sus habilidades, sus actitudes, su intencionalidad, sus certezas y muchas cosas.
Amar no es otra cosa que poner en acción un sentimiento que nos cuesta mucho definir. Hemos intentando en algunas otras entradas sugerir pistas de definición. Una acción que se puede aprender. Esto es lo que pretende hacer la educación sexual integral, como está propuesta y como defiendo. Educar sexualmente a alguien, pensando en su sexualidad, implica necesariamente darle la mayor cantidad de herramientas, de habilidades, de conocimientos, de posibilidades para que el sentimiento que pueda albergar sea más fácil para aparecer.
Siempre están los prodigios que puedan aprender algo sin tanto esfuerzo, que pueden saberlo, digamos, de forma innata, casi. Pero el común de los mortales necesitamos aprender y aprender exige que nos enseñen.
¡Si!, podemos enseñar a amar; no a que el amor aparezca. El sentimiento no se enseña, pero si se puede enseñar a desarrollar condiciones para que seamos capaces de reconocerlo y no menospreciarlo, de expresarlo mejor cuando queramos, a que se desarrolle de manera más plena cuando lo deseemos, a que se cuide positivamente, a que se nutra de energías positivas cuando lo vivamos y a que se exteriorice de manera creativa cuando lo dispongamos. Aprender a amar, enseñar a amar es, sin dudas, un acto creativo en toda su amplitud.
Eso es una de las tareas de la educación sexual integral, tal como lo pensamos, la definimos y la sentimos: crear condiciones para que la felicidad sea posible a partir de un ser humano sexuado, sexualizado y libre. Pleno de posibilidades, rodeados de limitaciones y atravesado por el deseo, el placer y los sentimientos.