Escribía Marcel Proust: “quienes se enteran de algún detalle exacto de la vida de otro se apresuran al instante a sacar consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no tienen relación alguna con él”.

Si recordamos tantas situaciones que vivimos podemos, quizás, ver que, en realidad, los seres humanos solemos utilizar estas explicaciones de forma permanente. Sin dudas, se puede pensar que, en varios casos, es la única manera que encontramos de cuidarnos de aquello que nos puede hacer daño. Aunque, lamentablemente, a veces también se nos vuelve un boomerang. Es decir, también, muchas veces, nos dejamos llevar a situaciones graves por explicaciones que el otro brinda y que son contrarias a nosotros.
Simplificando, podemos decir que, de un lado, están los que niegan lo evidente porque necesitan al otro y, de otro lado, están los que condenan al otro, por los que les parece evidente.
Si nos ponemos a pensar la diferencia está entre ver una foto y ver la película. Una foto, es una escena plana, donde no se ven las motivaciones, los deseos, las intenciones, las dudas, las inquietudes, los miedos, los amores, las exaltaciones, las depresiones y un largo camino de etcéteras. No quita, podemos y con todo derecho, en una foto agregar todo eso. Pero no es lo mismo permitirnos sentir frente a una imagen que imponer a la imagen del otro lo que nosotros sentimos.
La película, por su parte, es una cadena de imágenes que permiten expresarse y son, sin dudas, más fecundas en la manifestación de todo eso que nos define, incluidas nuestras dudas. Por eso para conocer al otro siempre es necesario ver la película. Pero verla implica mucho más compromiso, riesgo, intensidad y algunas otras cosas. Implica asistir con cierto entusiasmo y, por ejemplo, soportar los desaciertos pero, también, deleitarse con las virtudes. ¿Somos capaces de hacerlo? Sería una pregunta importante, pero, la indispensable es ¿nos hace bien hacerlo?

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