Pero volvamos a la idea que quiero contarles “somos amigos” suena como una sentencia. Una sentencia que se define en dos casos: la primera, cuando se habla para el palco, cuando la publicidad nos obliga (el marketing que le llaman). La otra, cuando no se la habla sino que se la vive. La primera se convierte en una obligación, la segunda en fruto del compromiso real y constante.
Siempre consideré que la amistad es algo que surge entre las personas cuando las circunstancias iniciales, las que permiten iniciar vínculos, desaparecen. Por decirlo de otro modo: en vacaciones todos somos amigos. Pero, lo que importa, es cuando esa situación termina y comienza el día a día, aquellos que hacen que los pequeños o grandes problemas aparezcan. Ahí, en esos momentos, es cuando la amistad toma su verdadero color y el resto se desvanece. O sea, podríamos decir como un primer "axioma": nunca hables de amistad en medio de circunstancias fortuitas.
La aceptación de la diferencia implica saber, con claridad, que se puede contar con el otro, a partir de cada una de nuestras limitaciones. Así, tengo amigos con los que no puedo hablar, tal vez como me guste, con la intención de ser deliradamente profundos. Pero sé que ellos, sin tener que recurrir a ninguna concepción filosófica, son capaces de hacer por mí lo necesario. Algunos toleran mis devaneos epistemológicos, por llamarlos de algún modo, otros hasta se ríen de ellos, pero todos me ofrecen a cambio el equilibrio, la confianza y el “estoy presente”.