Educar un hijo es una verdadera aventura,
generalmente. Si uno quiere planificar se encuentra con una biblioteca profusa
que da consejos sumamente comprensibles. Muchos de esos consejos se oponen
entre ellos. Según la época, la circunstancia y la capacidad de lectura. Sin
olvidar la lógica evolución de usos y costumbres y, valga decirlo aunque no lo
mencionen, el cerebro de los niños/as que produce una inevitable autonomía de
ellos en el vivir. Lo que resulta en el hecho que los libros pasan a ser como
un compendio de frases de las cuales uno se acuerda, a veces, alguna con cierta
fidelidad al texto. El resto, queda sumido a hojas nunca leídas de libros que
quedan en algún rincón de la librería o de la casa.
Creo que sólo tres principios se me ocurren como sugerencias.
Sin pretender que esos sean los únicos pero si me parecen que son una brújula
confiable y eficaz, por más que muchas veces perdamos el rumbo (por eso es una
aventura, ¿no?).
El primer principio es simple. Dile todos los días
que lo quieren. Así de simple y contundente. Aunque pensándolo bien valdría
para todos y todas a quienes queremos. Una aclaración, que puede parecer tonta.
Decirle que lo quieres significa decir, textualmente: “Te quiero, hijo/a”. No
implica gestos de fácil interpretación para uno, regalos sorpresivos y
sorpresas diversas; aunque estos sean también recomendables hacer. Decir
tampoco implica gestos de cariño –por otra parte también imprescindibles-. Decir
significa, clara y lisamente, expresarles, literalmente: “te quiero”. Valga, también,
decir Te amo, hijo/a. Decirlo y
repetirlo, una, dos y más veces por día. Sin cansancio, sin miedo, sin sorna.
Aunque estés cansado, con temores, aunque te rías. Decirlo con la convicción de
sentirlo y sentir que lo sientes.
Tal vez, si lo haces con esa tranquilidad del
sentimiento y la convicción del artesano consigas que, él o ella, un día,
naturalmente, te diga “yo también, papa/mama” y aún más que te deleite con lo más
completo: yo también te amo, papa/mama. Es el primer aprendizaje que un niño
debe recibir, tal vez, y el que es capaz de darle una cierta inmunidad a la
crueldad inevitable que hay por allí. También, le permite comprender que sentir
los sentimientos es fabuloso pero que ellos necesitan expresarse claramente.
Lo segundo, mucho más difícil: es mostrar los límites
Porque los mapas son verdaderos enigmas. El límite, lo digamos, es aquello que
separa de forma clara dos cosas. Estamos hablando de esos límites que existen entre
los “no” imprescindibles y los “si” necesarios; el que separa los accidentes
evitables de los golpes inevitables; de la libertad creciente de la
responsabilidad limitante; de la protección exasperada de la autonomía enriquecedora;
de la palabra ignorada del silencio elocuente; de la imaginación recortada del
descubrimiento del arte.
Finalmente, tal vez la clave más importante –y hoy
la más
complicada- sea asumir que los niños son niños. O sea asumir la simple idea que
la infancia es la niñez. Esa etapa donde descubren el mundo, donde las
preguntas tienen la magia de la curiosidad y la amplitud de la inocencia y que,
como tal, deben ser consideradas y contestadas. Que un niño que tenga 7 años se
comporte como niño de cuatro años es, tal vez, una prueba de nuestra eficacia.
Ya tendrán tiempo de apresurar los pasos. Dejemos que los niños vengan a
nosotros, dejad que los niños sean niños. Ojala alguien nos lo diga permanentemente.
Tal vez así podamos permitirnos la dicha de ser felices con poco y plenos con
lo que tenemos y, con viento a favor, recuperar esa niñez que nos espera en
alguna parte.