Dialogar es una de esas acciones que se hacen de tantas maneras
posibles. Manifiestan modalidades, limitaciones, imaginación, terquedad,
confianza, distancia, intimidad, irritabilidad, cercanía, agresividad y más. En
ese simple hecho de dos personas intercambiar frases de forma hilvanada o que
lo parezca forma parte de esas actividades inevitablemente humana e
imprescindiblemente relacional.
Pero, no es el diálogo el que hace que estemos bien, mejor y
superándonos sino la calidad del mismo. Dialogar todos podemos hacerlo; tanto
como bailar. Pero disfrutarlo al hacerlo con nuestros recurso –sean pocos o
muchos-; perfeccionarlo –adquiriendo técnicas y demás- para hacer que el mismo
sea un disfrute mayor para uno y los demá; diversificarlo para que toda música
– o sea, situación- sea óptima en sí misma para hacerlo, eso, no todos lo
podemos hacer, entiéndase queremos hacerlo.
Algunos no saben dialogar porque no aprendieron los rudimentos cuando eran
niños/as y, además, si incorporaron los frenos para inhibir su adquisición.
Otros tienen sus limitaciones por varios lados, sean estas de léxico, de
gestos, de voz o escucha u otras. Otros se cansaron de hacerlo porque el otro
no lo intenta mínimamente. Otros, también, esperan el momento ideal, como una
gran ola mítica y única buena para hacerlo y se pasan la vida esperando.
Otros, vale la pena decirlo, saben que mejor no hacerlo porque creen,
sospechan, saben que al intentar hacerlo siempre desembocarán en los lugares
donde uno no quiere llegar. Porque el dialogo siempre puede conducir a caminos
insospechados, a sendas prohibidas, a territorios arriesgados, a zonas
incomodas, a pasados ocultos, a silencios que gritan, a penas que no lloramos,
a esas intimidades donde la desnudez es sólo fragilidad, total y definitiva.
Dialogar sigue siendo, aún con todo ello, el espacio donde el encuentro
se hace posible, donde el peregrinar por palabras nos conduce a la intimidad
donde se cuecen las sonrisas, donde se abriga el conocimiento, donde el pasado
es vivencia que se compartió y se comparte, donde lo desconocido siempre es la
oportunidad donde están los tesoros, en definitiva donde la intimidad se puede
permitir y por ello, esa desnudez, sigue siendo maravillosamente frágil. Cada
uno, como con la danza, debe aprender a hacerlo pero sobre todo, aún con sus
limitaciones, intentar disfrutarlo.