El viajar forma parte de nuestra humanidad. Desde
siempre y por siempre. Lo hacemos haciéndolo y, también, sin hacerlo. Viajamos
transitando caminos, peregrinando sendas, deambulando parajes, surcando mares,
atravesando cielos. Viajamos con los pensamientos, con las ideas, con la
imaginación, con el deseo. Lo hacemos desde que migramos por primera vez, por
el canal del parto, como le llaman o, para muchos, aún antes, cuando la idea de
nosotros se hace un poco realidad. Viajaremos finalmente, con o sin moneda, en
la barcaza que dicen los mitos Y luego, quien sabe.
Cuando lo comprendemos, amamos viajar, deseamos hacerlo
aún más y, en ocasiones, nos cansamos de hacerlo. No todos viajan, también, aún
aquellos que viajan, aunque parezca paradójico o enrevesado. Porque viajar, es
más que circular, es permitirse el lujo de lo diferente, de lo extraño.
Para viajar uno prepara su maleta de viaje (si, mochila
es más practica pero menos poética). Pone en ella lo que cree indispensable.
Algunos de forma muy práctica, como viendo lo que uno necesita y no como deben
presentarse en el viaje. Otros rellenan maletas de un universo de cosas
imposibles de usar en un viaje pero “por las dudas”, llevan hasta lo
improbable. Tal vez, sean ingenuos, tal vez sean sólo miedosos de quedar
desnudos, tal vez no consiguen dejar de aparentar.
Más allá de lo mucho o poco que nuestra maleta tenga, un
par de cosas deberían ser inevitables a portar. Hago mi listado, sin pretensión
de hacer generalización de cualquier tipo. He aquí lo que mi maleta no se
priva:
El recuerdo de mis raíces y la memoria de mis deseos de
viaje. Lo primero porque es allí donde radican certezas, dudas e inquietudes;
lo segundo, porque es ella la que hace que el camino del andar sea un destino.
Va en ello los paisajes que reproducimos en distintos lugares, encontrando
detalles del espacio en todos lados. No, no se unifica, se recrea lo cotidiano
en lo diverso.
El amor que hizo tatuajes en mi alma y que recuerdo en
la piel que recorrió. Es inevitable. La vida es corta o larga por el tiempo que
usamos de ella para amar. Van con ella los besos dados y los que aún mis labios
guardan; las caricias, todas las que recibí y las que aún debo dar. ¡Dios me
libre de haberlas agotadas! Y esos gestos que se reservan a la desnudez y se viven
con los sentidos, los conocidos y aquellos que, mágicamente, aparecen en ese
único momento.
Los momentos, vuelvo a esa idea, donde la intimidad se
compartió. Donde por un instante, aunque sea fugaz, otro nos permitió celebrar
el encuentro, deleitarnos con la gracia que produce sabernos iguales y
diferentes. Recibir o darnos a otro de forma íntima, aunque la piel nunca se
toque.
Las amistades, como no. Aquellas que simplemente
escucharon nuestro lamento y nos dieron lo que pudieron pero con la intención
de acallara nuestro dolor. Esas personas con las que una alegría se la comparte
con la satisfacción que la envidia están vedadas.
Las sonrisas que iluminaron porque con ellas tu camino
tuvo norte, refugio, andar y más. Un par de bailes porque la vida sin baile es
un vacio pobre de ideas, de sentidos y de sentires. Una canción, tal vez más,
que nos elevan y nos protegen. Una comida que no importa sus sabores, sino la
fragancia total que la acompaña. Un libro, aquel que aún nos deleita hojear,
sumergirnos y recrear. Una película que nos hable de nuestras carencias y de
nuestros límites y que nos emocione, o con llanto franco y con ganas.
La tentación y el placer. Por lo que no conocemos y que
nos puede inquietar, nunca sumar miedos. Por aquello que está al otro lado de
la esquina o, un poco más lejos de aquella sombra. Por ese placer que sentimos
y el que estamos por sentir. Por esa tentación que no sabemos que nos producirá
pero que tal vez valga siempre la pena intentar.
Finalmente, no te olvides, completa la maleta con un
buen calzado, algo impermeable, una muda de ropa, un pañuelo para secar
lágrimas de alguien, un sombrero y un cepillo de dientes. El resto, tal vez,
sobre en la mayoría de los viajes.