La intimidad es, sin dudas, una de las formas de encuentro humano más deseada, esperada y mágica que tenemos los humanos. No digo buscada porque no se la encuentra por buscar, sino por estar de espíritu disponible. A ver, podemos procurar espacios especiales, generar climas adecuados -más cinematográficos- podemos hasta manipular tiempo, experiencia y sensaciones. Podemos hasta conseguir que la desnudez sea posible. Pero la intimidad como disponibilidad surge por una instancia muy particular cuando surge, generalmente.
Ella comienza cuando decidimos que comience. Es curioso, pero no surge por el tiempo compartido. Es más se puede tener una intimidad que moviliza en un simple intercambio, casi efímero, en nuestras vidas. Es ese instante en que sentimos que esto -lo que fuera- lo creemos tan íntimo que está encarnado en nosotros y, por algo lo compartimos, aquí y ahora con esa persona. Es, necesariamente, un momento que transfiere paz.
Es decir que se desencadena simplemente porque se combinan, sin ciencia de por medio, una disponibilidad, con una necesidad, en una ocasión, con alguien que ofrece, por un instante -que se puede prolongar mucho- la energía, por llamarla de algún modo, para que la alquimia aparezca.
Allí, en ese momento, todo toma sentido de una forma que no se describe, se percibe, real, concreta y eso nos envuelve. Así, los momentos, necesariamente se ordenan de alguna forma y, algunos de ellos, se transforman en momentos vitales para cada uno.
¿Cómo se mantiene? ¡una pregunta y tanto! Pero la respuesta es fácil. Como se mantienen las buenas cosas. Cultivándolas. En este caso, con lo que necesita toda artesanía. La comunicación que siempre se debe perfeccionar y que siempre necesita de dos que deben hacerlo; con la autonomía que, a mi entender tiene que ver con el pudor -en su sentido amplio-, con los límites que se modifican en el día a día e implican siempre saber que hacemos "camino al andar". Con el mágico retorno que produce la intimidad: el placer y una sensación de paz y serenidad. El resto es, como la vida misma, se puede planear pero siempre hay que vivirla.