Las personas
tenemos círculos que, superpuestos dan sentido, validez y consistencia a los
actos. Uno es el círculo de las ideas. Ese conjunto de pensamientos que tenemos
y que surgen de nuestras normas internas –o externas asumidas como propias-, de
nuestra propias lecturas éticas que hacemos
-que pueda o no coincidir con la del grupo mayoritario, puesto que
siempre coincide con alguna-, con la claridad que tengamos para pensar; el
segundo círculo está dado por los hechos como conocimiento adquirido. Como lo
aprendido de alguna forma pero que le damos una consistencia en lo real, en lo
que pasa. El tercer círculo pasa por los sucesos que nos acaecen y que llevan
al pragmatismo puro, aquel de poner el cuerpo, a lo que viene.
Lo
ideal es que los tres círculos coincidan y entonces los “planetas se alinean” y
se produce una experiencia enriquecedora, benéfica, útil, placentera y que se
guarda como momento atesorado. Como una vivencia que nos define. En definitiva
esos momentos vitales que todos y todas tenemos y merecemos.
Cuando
no pasa, el ruido aparece, un ruido que nos pesa. Un ruido que surge de una
suerte de falta de sentido. De choque entre “esos planetas”. Sólo tenemos dos
soluciones posibles. La primera, previa, tratar que nuestros círculos sean
amplios para albergar mayores sucesos. Que no sean esquemáticos, rígidos,
estrictos por más que seamos ordenados para vivir y pensar. Lo segundo es, si
el ruido aparece no dejar que crezca, pedir ayuda, buscarlas y empeñarse en “alienar
los planetas”. Tal vez, ese siempre sea el camino a la felicidad.