La noción de paraíso nos lleva, en la mente, a un lugar idílico, generalmente.
Un espacio donde rápidamente aparecen el cielo azul, el sol brillante, el agua
transparente y una sensación de comunión con la naturaleza omnipresente.
Podemos, sin dudas, imaginar otros escenarios posibles de ser evocados cuando
la palabra paraíso surge en nuestra conversación.
Pero más allá de estos detalles y consideraciones pictóricas el
espacio se hace paraíso solo cuando se dan algunas condiciones que aporta el “otro”
y que se teje en la comunicación con ese otro. Es decir, que el “paraíso”
también son los otros. Ahora, imaginemos ese paraíso con esta premisa que
incluye al otro como actor real. La primera palabra que se viene a la cabeza es
“paz”. En el paraíso la paz es una constante que está al alcance de uno. No
conquistada sino reafirmada en los gestos. La paz que surge porque hay otro que
nos la retroalimenta. No sólo porque surge de uno, o del otro, sino porque la
alimentamos mutuamente.
Lo segundo es la armonía. Esa sensación que surge cuando todo parece
estar en el lugar adecuado. Como una música que nos excita positivamente ya que
nos estimula donde el placer reina. Pero recordemos, no es una música en
particular. Ella puede ser rock, valses vieneses, forró o canción infantil. ¿Qué
quiero decir? Simple, la armonía no es tranquilidad sino que la sintonía con el
otro en un espacio que nos apacigua para que ese “ida y vuelta” sea sin prisa y
sin pausa.
Lo tercero es la comodidad, que implica el poder “desnudarse” de las
maneras que uno decida sin la sensación de fragilidad que puede generar la
desnudez. La desnudez siempre nos muestra la imperfección de nuestra humanidad
que se transforma en estado sublime porque el otro nos la devuelve perfecta.
Siempre recordando que somos ese “otro” para la otra persona.
Como podrán sospechar, el paraíso no es un lugar, es el encuentro, la
intimidad compartida, la comunicación desarrollada, la confianza redescubierta,
el pudor protegido, la simplicidad tejida. No es un espacio sino momentos, no
se hace de afuera, sino de adentro, aunque el afuera necesariamente ayuda. Es
el intento serio que tenemos los seres humanos de permitirnos la sutil sonrisa
que da el placer alimentado por los gestos.