“No me llames extranjero”, reza un verso de un poema de Rafael Amor. Pero,
los que alguna vez viajamos y estuvimos en otro lado sabemos que fuimos extranjeros.
A ellos se los reconoce porque no estaban desde que nos acordamos en la rutina
del cotidiano, porque su lenguaje es diferente, porque su lengua tiene ese
acento de otro lado, porque la piel, o las formas nos distinguen. Tal vez, por
esos detalles que tienen que ver con el cotidiano y que aunque hagan lo mismo
que uno, se ve allí, en lo aparentemente imperceptible que son/somos
diferentes.
Sin embargo, vengo de ver a unos padres despidiendo a unos hijos que
se iban de excursión y he reconocido los mismos gestos en esa despedida. Todos
los gestos diferentes pero semejantes, desde el llanto contenido, hasta el
orgullo manifiesto. Desde la serena calma hasta la pose de “todo está bien”. He
sido saludado, en otra lengua, pero con la distancia de la desconfianza pero
también desde la soberana disponibilidad de acoger al otro porque está allí y
con eso alcanza. He visto rezar, con otros rituales pero con la misma sensación
de necesidad y de fe que he reconocido en aquella iglesia de aquel barrio, de
aquella ciudad donde nací. He visto bailar con la cadencia de quien sabe
armonizar con el ritmo y de aquel que, a pesar de todo, lucha sin cuartel
contra él, tanto aquí como allá. He visto reír, llorar, gozar, besar en rostros
de diferentes texturas, edades, colores y formas y en todos pude reconocer algo
que atravesaba todo.
Si, definitivamente en las emociones aun cuando nos gustan cosas
diferentes, cuando nos emociona lo opuesto, o lo mismo, aún cuando nos reímos
de lo que es insípido para otros, que le damos valor a lo que es baratija para
aquel y despreciamos lo que algún otro considera un tesoro. Aun en esas
diferencias, detrás estamos tú y yo, y el otro pretendiendo ser felices,
llorando por lo que nos golpea y, confiando, que el amor siempre nos conducirá a
la paz y la felicidad.