El placer, siempre personal, necesita del otro/a. El ser humano es
relacional, aunque muchos placeres uno pueda y prefiera disfrutarlo en soledad.
Aún así, el placer repercutirá en los demás. Si, lo aceptemos como ley.
Pero el placer que más nos motiva es el que no sólo necesita del
otro/a sino que hace imprescindible que el otro/a esté participe, nos devuelva
la mirada, perciba nuestros sentidos, nos estimule con los suyos y que nuestras
limitaciones se evaporen por un instante, fugaz pero magnífico.
Todo placer nos desnuda. Nos muestra en una intimidad cualesquiera
(constante o transitoria), nuestro ser con nuestros detalles e imperfecciones.
Nos muestra, de forma fehaciente que somos humanos y que, como dijeron, nada
humano no es ajeno. Cuando el placer es maravilloso, nuestra fragilidad humana
aparece de forma elocuente frente al otro/a. Por ello, cuanta más intimidad nos
ofrece el otro/a más tranquilidad tenemos frente a nuestra inevitable desnudez.
Eso, indudablemente, potencia nuestro placer. Si, sólo quien sabe el alcance de
su fragilidad es capaz de abandonarse al placer que ofrece el otro/a, aunque
parezca paradójico.
Disfrutar el placer, sería el mandato redundante que nos imponemos.
Encontrar el placer es el camino que debemos transitar. El camino de la vida,
del encuentro, del sabernos humanos. Ese camino que siempre estará hecho en la
medida de las miradas, de las sonrisas y de la fragilidad.


