El placer es una sensación positiva (rica dicen en parte de latinoamérica).
Una sensación que nos produce un sentimiento de bienestar muy evidente. Es el
encuentro de uno mismo con algo que está fuera de nosotros, con otro/a. Siempre
por medio de nuestros sentidos y que hace que por un instante nos dejemos deleitarnos
por la satisfacción de una felicidad que contagia.
El placer, siempre personal, necesita del otro/a. El ser humano es
relacional, aunque muchos placeres uno pueda y prefiera disfrutarlo en soledad.
Aún así, el placer repercutirá en los demás. Si, lo aceptemos como ley.
Pero el placer que más nos motiva es el que no sólo necesita del
otro/a sino que hace imprescindible que el otro/a esté participe, nos devuelva
la mirada, perciba nuestros sentidos, nos estimule con los suyos y que nuestras
limitaciones se evaporen por un instante, fugaz pero magnífico.
El placer adquiere su dimensión más conmovedora en el peso que la mirada tiene, en la profundidad de la sonrisa que surge, en la tranquilidad que conservamos ante nuestra fragilidad. Pero me permito revisar esto con un poco más de detalle.
Todos podemos mirarnos. Es tan inevitablemente cotidiano que parece
casi secundario. Pero cuando compartimos un placer la mirada adquiere un tono
diferente. Un tono que navega entre la complicidad del momento y la certeza de
un rapto de asertividad. Un placer compartido, aún con alguien que apenas
conocemos, lo podemos saber en la calidad de la mirada que nos ofrecemos aunque
sea por un instante pasajero. Por ello, los placeres compartidos con alguien
que seguimos conociendo –nunca deberíamos terminar de hacerlo- mejora la
calidad de nuestra mirada. Esa mirada donde el silencio habla y nos dice cosas
de toda nuestra eternidad.
No hay placer sin sonrisa. Definitivamente. No hablo de la que los
labios y dientes pueden mostrar, sino de la que ilumina el rostro tenuemente
por la luz incandescente que ilumina nuestra alma. Si, el placer genera una
llama que parece que surge de lo externo pero que se gesta en nuestro interior.
En esa parte donde nuestro ser tiene claro lo que le gusta, lo que cree, lo que
siente, lo que necesita y que los sentidos traducen de una forma eficaz. Esa
sonrisa perfecta, que pocas veces conseguimos ver, es un tatuaje indeleble en
nuestra alma.
Todo placer nos desnuda. Nos muestra en una intimidad cualesquiera
(constante o transitoria), nuestro ser con nuestros detalles e imperfecciones.
Nos muestra, de forma fehaciente que somos humanos y que, como dijeron, nada
humano no es ajeno. Cuando el placer es maravilloso, nuestra fragilidad humana
aparece de forma elocuente frente al otro/a. Por ello, cuanta más intimidad nos
ofrece el otro/a más tranquilidad tenemos frente a nuestra inevitable desnudez.
Eso, indudablemente, potencia nuestro placer. Si, sólo quien sabe el alcance de
su fragilidad es capaz de abandonarse al placer que ofrece el otro/a, aunque
parezca paradójico.
Disfrutar el placer, sería el mandato redundante que nos imponemos.
Encontrar el placer es el camino que debemos transitar. El camino de la vida,
del encuentro, del sabernos humanos. Ese camino que siempre estará hecho en la
medida de las miradas, de las sonrisas y de la fragilidad.