La teoría
del amor que desarrollaron unos psicólogos americanos habla que el amor está
constituido por tres elementos: la intimidad, la pasión y el compartir. Estas
son las tres aristas que definen lo que ellos llaman el triángulo del amor. En
función de cuáles y cuanto están presentes se podrían definir los diferentes
tipos de amor posible.
El
primero, como mencionamos es la gloriosa y majestuosa intimidad. Es, sin dudas,
una instancia única, tan personal que sólo uno puede compartirla, o debería ser
siempre así. La intimidad es mucho más que desnudez, o que la entrega, es una
convicción. Es ese instante donde uno entrega lo que considera valioso –aunque
sea efímero- a otro que lo reconoce como par, como necesario, como
imprescindible, aunque sea fugaz su paso. La intimidad resulta del “aquí” y “ahora”
que se renueva, posiblemente, en el cotidiano y que aún si hacerlo se eterniza
en la memoria vivencial, donde se crean los vínculos.
La
intimidad es ese momento en el que nos permitimos creer en el otro más allá de
toda racionalidad, aunque nos podamos equivocar en eso. La intimidad necesita
algo tan personal que sólo puede ser reconocido por uno mismo. Puede ser
desnudez, pero no necesariamente. Uno puede estar siempre desnudo y no tener
intimidad. Hay una confianza, pero no es lo que define a la intimidad. Es habitual
que haya sentimientos profundos –hasta amor- pero no es inherente a la
intimidad, aunque sin intimidad no hay amor posible, se puede decir como
también se puede decir que por más que haya intimidad puede no haber amor.
La
intimidad es una cualidad humana, es esa instancia en la que el encuentro con
el otro se abre a la eternidad fugaz que podemos escribir los humanos. Por
ello, aún sostengo, que un momento –la verdadera medida del tiempo del ser
humano- es ese instante de intimidad que compartimos.
Si
pensamos en la intimidad que compartimos y que compartieron con nosotros
podemos reconocer que algunas de ella quedaron en el pasado ya pasado, otras en
ese pasado que ansiamos que sea futuro, otras, las menos, necesariamente, en
ese pasado que hacemos presente como deseo, convicción, necesidad y placer.
Cada uno
sabrá cuántos momentos disfrutó. Cada uno sabrá cuáles quisiera repetir,
olvidar, eternizar. No todos sabrán cómo hacer para que esos momentos se
reproduzcan pero todos podemos aprender a hacerlo.
Sea de un
modo u otro, si estoy convencido que el camino a la felicidad –nunca lineal- pasa
por nuestra capacidad de hacer que la intimidad sea ese tesoro que disponemos
por el sólo hecho de compartirlo.