La vida está llena de sorpresas, se dice habitualmente. Sin embargo, generalmente ni aprendemos a manejarlas, ni a utilizarlas, ni a disfrutarlas. La sorpresa pensada como el ofrecer algo distinto, inesperado, que genere un impacto en el otro es, todavía, una difícil pieza humana. Si pensamos bien, sorprender al otro conlleva demasiados elementos excesivamente importantes: implica tomar riesgos, dejarse llevar por la inspiración, creer en el conocimiento que tenemos del otro, desafiar a la comunicación como respuesta cierta, permitirnos ser un poco niños. Por supuesto, estoy hablando de la verdadera sorpresa y no de esas cosas que maquillamos un poco con el acuerdo del otro para llamar sorpresas.
Sorprender es un lujo que no siempre nos permitimos. Es imaginarnos algo que pueda producir el deleite y dejar que fluya espontáneamente la reacción que produce. Sorprender no quiere decir acertar, sino arriesgarse. Cuando nos permitimos sorprender a alguien estamos dejando que nuestro mundo sea un poco mejor o intentarlo de manera concreta.
Ahora bien, no caigamos en la errónea simplicidad de creer que sorprender es fácil. Hacer algo inesperado siempre parece fácil. Pero sorprender no es sólo eso. Es hacer algo que sacude a la otra persona. Valga aclarar que estoy hablando de las sorpresas que nos acercan más y más al otro, esas que son capaces de emocionar de manera profunda, esencial y sincera (Si, lo sé, hay sorpresas desagradables, pero esas, las dejemos para otro momento).
Sorprender es más que abrir la caja de lo desconocido o hacer presente a lo conocido en el momento menos aguardado. Sorprender es poner sobre la mesa ese puñado de emociones que creemos que siguen siendo lindas como flores del bosque. Pero, debemos recordar que la sorpresa tiene dos aspectos bien distintos aunque irremediablemente ligadas: lo que hago, lo que la otra persona recibe.
Yo puedo imaginar como sorpresa cualquier cosa que considere que lo es. Puedo poner mi mejor intención en hacerla realidad y darla, ofrecerla a la otra persona. Es posible que eso, que tiene mi mejor entusiasmo, quizás mi mejor sentimiento, no sea capaz de producir en el otro la sorpresa inmemorable que yo esperaba. Efectivamente, quizás, no coincidan mis intenciones con las de la otra persona o, tal vez, el momento no permita vislumbrar el alcance de mi entusiasmo o, simplemente, no conozco a la otra persona. Si esto parece trágico no lo es al lado de la verdadera tragedia en la que nos sumimos las personas. No permitirnos decir que esto o aquello no es una sorpresa para nosotros, sin que sea tomado como una afrenta al entusiasmo de quien la produce.
Quien buscar sorprender, valga aclarar que estamos hablando siempre de las positivas, gana por su intención de hacerlo. Bien pagado está su esfuerzo en el permitirse un momento de fascinación, de niñez, de ternura, de alegría. Quizás, ello repercuta en esa sagrada intención de sacudir de forma pletórica al otro. Bienaventurados los que lo consiguen, pero, sin olvidar que el logro está en el intento sincero, maravilloso de ofrecerlo.
Ahora bien, también nos permitamos el sorprendernos. Descubrirnos como un infante que descubre una cosa simple y con eso permite que su mundo se llene de fantasía, de ilusión, de alegría. Si, dejemos que ese "de vez en cuando la vida" nos sorprenda. La vida que es una forma simbólica de decir que el otro lo haga.
La sorpresa no es la felicidad pero vaya que puede balizar bastante bien el camino donde estaría.