Adoro las caricias (tanto, casi, como besar; bueno besar es acariciar
con los labios). Pero hoy realzo (por culpa de uno de esos tantos videos
compartidos al hartazgo por whatshApp como una suerte de autoayuda) a la
caricia. Es interesante como ese gesto tiene una diversidad expresiva que nace
de la ternura o de otras cuestiones pero que, siempre, necesita del otro.
Lo curioso es que tantas veces, la caricia es, también, la posibilidad
que tenemos de sumergirnos es un mar de sensaciones inmensas construidas por la
síntesis creativa de los sentidos.
La caricia es un gesto de una simplicidad absoluta y de una traducción instantánea. Se hace con lo que tenemos y se entiende con lo que se lo recibe. Así, a la caricia real, la sentimos primero en la compañía que se manifiesta en ese gesto y que, imperceptiblemente, nos abriga un poco por la calidez que produce.
Podríamos, en una pseudo-clasificación decir que hay dos tipos. Está la caricia que nace de la ternura y expresa, sin
decir nada, una amplitud de emociones volcadas hacia la otra persona por el otro. Estas cumplen su cometido en esa acción
breve, casi circunstancial al mismo tiempo que permanente. Es la que se la sueña imposiblemente infinita. Está la otra caricia, la que se hace en la intimidad y se hace intimidad. Aquella que
recorre el camino desde el inicio hasta ese final que se abre a todo el infinito
posible y siempre efímero.
He acariciado de muchas maneras. Lo hice con la intención de trasmitir
ese gesto que tiene la elocuencia del momento. Lo hice de modos diferentes pero
siempre con la intención que el otro lo perciba.