En la
Argentina de los últimos años la idea de “grieta” apareció como una realidad
que se impone como inevitable. Esta sensación inevitable era lógica ya que se establecía
que había un dilema de carácter político, social, moral, ético. La dicotomía
era fundada y no había forma de resolverla. O la respuesta era “si estoy con
esto” o “no estoy con esto”. Confieso, sin pudor, que fui atrapado por ese
pensamiento durante un tiempo. Un pensamiento comprensible dado el carácter del
ser humano. Su razonamiento ético suele ser dicotómico: lo que está bien no
puede estar mal al mismo tiempo. Salvo en los dilemas pero ese es otro cantar,
la vida cotidiana, la urgencia del vivir hace que nuestra mente, en ocasiones,
“nuestro cuerpo”, como refiere Borges, actúe en función de posturas morales
encarnadas y opté rápidamente por lo que crea bueno. No por nada, nadie –o casi-
acelera el auto cuando una persona mayor está cruzando con dificultad la calle.
Tengo dos
hipótesis: 1] la famosa grieta es un sistema que la política ha utilizado para
mantener sus privilegios y que la misma es, casi en todo, sólo para “la
platea”. O sea, el dilema se mantiene cuando no hay intereses y beneficios
internos a resolver. En esta situación; 2] a nivel público no es grieta, sino
“trinchera”. Veamos un poco.
La política
como se lleva a cabo en la república argentina (en otros lados también, valga
decirlo pero nos detengamos en nuestro pequeño cosmos) es un sistema de poderes
que ha creado una casta de privilegios rotativos, semirotativos, hereditarios y
circunstanciales. En la mayoría de los casos con una clara intención de ser
tipo “monárquicos”, por eso que sólo se terminan con la muerte. Los privilegios
han tomado dos elementos distintivos: impunidad (de diferente nivel pero
impunidad, llamada generalmente fueros)
y un sistema aceitado de riqueza personal y/o familiar (según la pirámide social argentina la clase
alta es la que tiene un ingreso mensual mayor de 130.000 pesos. De allí hacia
arriba, van los sueldos del poder legislativo, judicial y algunos del ejecutivo).
Para acceder a él se depende de diferentes variables, obviamente. Saquemos el
judicial para este razonamiento pues es el “único”, hasta el momento o como
regla general, que exige condiciones intrínsecas a la persona: estudios de
derecho y una suerte de evaluación de los pares. No alcanza con “quiero
impartir justicia” hace falta, título de abogado y concurso.
Lo segundo
es lo que llamo “trinchera”. La trinchera a diferencia de la grieta, es un
espacio creado para el enfrentamiento. Desde aquí defiendo mi posición contra
quienes están del otro lado (el fuego amigo surge por esto que yo disparo al
otro lado no siempre viendo). Desde la otra trinchera hacen lo mismo. No existe
posibilidad que nos sentemos a hablar con la otra trinchera. Eso lo hace o no
los que están arriba de este problema creado por la política, basado, como siempre,
en la defensa de un poder, un sistema de beneficios y, hoy, más que nunca,
débilmente fundado en ideologías o proyectos. Estos muy difusos, se reducen a
“somos mejores que los otros”, “cambiemos”, “pensando en el futuro”,
“revolución del corazón” o “buen día Tucumán”.
La
trinchera, como modelo de defensa y ataque conlleva que los proyectiles que
tiramos hacia el otro bando no tienen que ser “los mejores”, son válidos
simplemente con la intención de hacer daño a los demás. Así, es normal ver en
las “trincheras” razonamientos insostenibles según la lógica, como también,
encontrar contradicciones epistemológicas. A esto se suma la invariable
sucesión de insultos fundados en el rumor y la inagotable muestra de sesgos
permanentes.
Esta
“trinchera”, insisto, se mantiene para abajo para el ruedo, sostenida por una
pirámide de dependencia que la misma política mantiene. Con diferentes recursos
(principalmente económicos, con una variedad de escalas de remuneración,
obviamente), con las promesas que “tú puedes ser el próximo elegido para llegar
a la casta de, por ejemplo, parlamentario” y con creencias ideológicas reales
de algunos que, como si fuese una guerra, es ahora o nunca donde deben
imponerse con la promesa vana de la esperanza que luego de la guerra el sistema
será justo, equitativo y deseado.
¿Qué hacer?
Es la pregunta del millón. Si uno no la responde parece ser que es culpable de
haberlo dicho. Un razonamiento típico de los que se benefician del sistema o de
los que están muy adentro sosteniéndolo. No se trata de “hacer un partido y
ganar las elecciones”. Eso no es ni una solución ni una opción para este tema.
No sé bien la solución, sé que el comienzo de la misma está en poder hacer un
diagnóstico correcto. Ese es el primer paso. Una revolución intelectual que
supere la trinchera y que permita comprender también que la dicotomía es una
sola: de un lado una casta política enriquecida, impune, estructurada en
privilegios y consolidada en su propia defensa interior, la del otro lado la de
una población que necesita equidad, previsibilidad, calidad de vida no como
promesas de campaña, no como premio a los que mantienen la trinchera, sino como
un imperativo moral, social y real.
5/4/19
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