Desde hace
un tiempo a la fecha, siempre basándome sobre la vivencia de la política en la
república Argentina, creo que los cargos políticos de los poderes del estado se
han transformado en una casta especial. Una casta que se puede acceder por
diferentes vías pero que no necesariamente son las más equitativas, adecuadas y
específicas para que lleguen aquellos que tengan los mejores méritos para la
función. Aún en el poder judicial que, teóricamente es por calidad personal de
las personas, se puede estar libre que su acceso sea por vías no claras, no
adecuadas, no justas con las funciones y con el pueblo.
El acceso a
estos poderes ofrece a las personas un trípode bastante interesante en la
práctica, aunque en el papel se pueda decir otra cosa: riquezas (salarios,
beneficios, lujos y demás), impunidad (para lo que fuera) y la exención de la
responsabilidad.
Ahora bien,
mi hipótesis, en esa ocasión es que esta casta utiliza como recurso para su
mantención diferentes discursos que son una coartada: ya sea desde el “social”,
o el de “los humildes”, o también el de la “eficacia capitalista”, entre otros.
Es una coartada porque su accionar personal no conlleva decisiones prácticas a
favor de “los oprimidos”, del “Pueblo”, de “los necesitados” de la niñez.
Aclaro, si, hacen acciones que pueden favorecerlos pero nunca en desmedro de
ninguno de sus privilegios desatinados, de sus errores.
El caso
patente para mí es el de la corrupción. Sostengo, como algunos, que en una
democracia la corrupción pública que nutre a la privada según mi lectura, es lo
que afecta a los Derechos Humanos. La corrupción implica el uso discriminatorio
del dinero que debería ser usado solo para garantizar los derechos básicos de
todos: educación, salud, vivienda, calidad de vida. Si ese dinero es utilizado
para enriquecimiento personal de algún integrante del estado, con la
consecuencia inequívoca del enriquecimiento privado que genera mayor inequidad
social y económica, es un delito de lesa humanidad para mí. Pero para que eso
sea considerado así debe ser decidido por la casta política que se aprovecha
que la misma no tenga control, ni límites precisos.
Así es
lógico que las leyes contra la corrupción no salgan, que los juicios contra los
corruptos se demoren hasta la prescripción y que el control de gestión “aquí y
ahora” no pueda ser transparente, constante, independiente de los colores
políticos que gobiernan y activo.
El discurso
sirve para crear las trincheras donde juegan a pelearse ellos y fomentan la
peleia de los que no están en su círculo, mientras luego del juego de “intercambios de
chicanas” puedan sentarse en un cómodo “spa” a dividir ganancias y demás.
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