Las parejas, en ocasiones, se pueden medir por el peso y valor de los silencios. Todos hemos vividos silencios que nos atormentan y, también, silencios que nos ofrecen una paz excelsa.
Porque sabemos que el silencio no es vacío, sino es ese espacio virtual donde caben los mundos interiores. Allí, ellos se despliegan con toda su esplendor o su bajeza. En ese lugar, sin espacio, cuando calla ese mundo interior, se despliegan los sonidos de nuestros miedos, de nuestros sueños, de nuestros deseos, de nuestras envidias, de nuestros sentires, de nuestros desamores. El peso de la ausencia se hace enorme como también la cadencia rítmica de la compañía. Cuando uno está solo son la fuente de la turbulencia que conduce a problemas de salud o la forma de curarnos y energizarnos. No como algo esotérico, sino como imaginarnos que hay silencios que nos golpean y otros que nos acarician.
Por ello, vuelvo a las parejas, es interesante ver qué peso tiene el silencio cuando aparece en una relación. ¿cómo reaccionamos ante él, cada uno de nosotros? ¿Qué hacemos para favorecer que se instale o evitar que ocupe un espacio, aunque sea mínimo? Frente a él ¿cuál es nuestra reacción de piel, como proyección de nuestra forma de expresar ese interior?
No estoy hablando del silencio como constante sino como una de las formas necesarias para nutrir una relación. Un silencio de pareja útil es aquel que no nos pesa, que no nos aleja, que lo sentimos como una forma de respirar un poco. Básicamente creo que el silencio, en ese sentido, debería ser un aliado que permite generar la poesía del encuentro.
Evidentemente estoy hablando de un silencio que no oculta ni indiferencia, ni desprecio, ni lejanía. Sino presencia, coherencia y consistencia. Un silencio melodioso para el sentir, para el deseo, para el estar junto.
Es más, estoy seguro que muchos encuentros con alguien con quien uno se siente bien han usado el silencio como una forma de sumergirse en el placer del contacto, del estar, del amar.
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