En ambos casos es ofrecerle una distracción
al tiempo, para ser en otro tiempo.
La caricia es agua, es manto, es terciopelo,
es respiración, es perfume, es presencia, es ofrenda, es magia, es deseo, es
precisión, es abstracción, es mensaje, es jubileo, es epifanía, es historia, es
arte, es utopía, es realidad, es quimera, es certeza, es pregunta.
La caricia es la suma de las cosas que se
escriben en ese vocabulario único, como un código irrepetible, entre dos
personas. Es una forma de braille, de lenguaje de signos, de mensajes en el
aire.
Hilos de ternura tejidos con ancestral
paciencia o, tal vez, la arcilla ardiente que no quema sino eleva. Se deposita
sobre la piel que la transforma en alquimia cuando la espera con la confianza
de saberla propia. Las caricias, siempre
en plural, pero elaboradas en singular, porque las caricias tienen siempre un
nombre, talladas en su recorrido, en ese aire que respira, en esa forma de
redactar un incunable.
Las caricias son una ofrenda que se realiza al
darla; una entrega como las viejas cartas de antaño.
Las caricias son el suave tintineo de las
flores con el viento, del perfume matinal del bosque, la serena claridad de la
luna sobre el mar, la artesanal paciencia de la orfebrería más preciada.
Definitivamente, las caricias son una forma de
evolucionar como humanidad. Animarse a ofrecerlas, nunca a pedirlas, pero
siempre a recibirlas. Las caricias son la forma sublime de curar el universo.
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