Hace unos seis años, leí una columna sobre el erotismo
virtual. En ella se planteaba la dificultad que existía en la actualidad,
paradójicamente, para el contacto y como este se estaba mediatizando por lo
digital. Esto dicho mucho antes de la pandemia, situación que nos obligó a
hacerlo casi masivo por razones diversas. Valga recordar que la pandemia aún no
se terminó, aunque nos cuesta tanto aceptarlo.
Volviendo a nuestro tema, en la mencionada columna se citaba a otro columnista de Boston, Richard Kearney, con su editorial “Losing our touch”. Este autor plantea que “el tacto
conoce las diferencias […] es la fuente de nuestro poder más básico para discriminar. […] Nuestra primera inteligencia es el refinamiento sensorial. Y esta sensibilidad primordial es también la que nos pone en riesgo en el mundo, exponiéndonos a la aventura y al descubrimiento”. Sin dudas que la pandemia nos dio otra prueba más de ello. Por ello nos costó tanto, porque el contacto físico, el uso del tacto sobre otras personas, nos faltó y, en ocasiones, nos incitó a razonar casi mágicamente para obviar la importancia del distanciamiento social. El tacto nos obligaba a razonar como sea para poder resolver el dilema: No podemos tocar, pero necesitamos hacerlo. Nos hace falta sentir por el tacto al otro.Sin dudas que eso se basa en una certeza: el tacto
para el ser humano tiene algo de imprescindible, como nos refiere el filósofo
americano. Particularmente, me quiero detener en el tacto como caricia, lo que
incluye un amplio abanico de opciones. Desde la inocente caricia
que muestra el cariño maternal hasta aquella que nos muestra la satisfacción del
encuentro amado. Pero si pongo como extremos estos dos ejemplos, no lo quiero hacer
para economizar sobre la cantidad de caricias que podemos generar y que cada
uno puede sentir. Así, si uno piensa un momento, seguramente encuentra recuerdos
y vivencias de muchas caricias realizadas y hasta puede identificar en ellas, una
variedad de sentidos, expresiones, deseos, sentimientos, intenciones.
La caricia es la artesanía del tacto porque es mucho
más que un gesto. Siempre es un vocabulario expresando, tal vez, la idea más simple
y compleja de la humanidad: el otro no sólo existe, sino que nos permite la existencia.
He sostenido varias veces que es el momento el tiempo que mide nuestra humanidad.
El momento definido como la intimidad compartida con el otro, profunda o circunstancialmente.
Seguramente, ese momento se puede medir de muchas
maneras, lo podemos hacer con cualquier gesto que ponga en evidencia el
encuentro con otra persona. Hoy se me ocurre pensar en una medida: la capacidad
que tenemos de ofrecer y recibir una caricia, no como otra cosa que como el gesto
que nos hace transitar la distancia infinita y necesaria hacia el otro y, al hacerlo,
nos permite la mágica posibilidad efímera, pero constante, de saber que siempre
el otro puede estar cerca, al permitirla. Porque siempre en todo encuentro que
sea posible, el consentimiento es la medida del encuentro.
Ahora bien, en esta pandemia, donde hemos tenido la
obligación de controlar los acercamientos, de medir las distancias, de evitar
el tacto como una forma de preservar la salud, todo ello no nos ha hecho
olvidar, ni dejar de necesitar el tacto. No por el tacto en sí mismo, sino
porque el otro es importante. Comprenderlo, quizás nos permita recordar que
decir lo que sentimos, expresar lo que necesitamos, contar lo que deseamos, o
sea verbalizar nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestros ofrecimientos,
no reemplaza al tacto, pero si revindica lo mismo, al otro, el que está allí, ese
que es importante para uno, y, con esto, aparece la otra obviedad: nosotros
también somos ese otro para alguien.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario