A los hijos hay que darles raíces y promover que tengan alas. Es uno de los mandatos sagrados que se mencionan siempre relacionado con la educación de los hijos. Eso, particularmente, es lo que aprendí y, valga decirlo como homenaje sincero a mi padre y a mi madre, también lo recibí. La consiga es simple, fácil y elocuente. En definitiva, se trata, de un lado, de enseñar, de mostrar y de hacer que se comprenda dónde está el hogar y, por otra parte, enseñar que hay una necesaria certeza que nos enriquece como seres humanos, el nomadismo ya que es la parte esencial en la vida, aun estando en el mismo lugar siempre. Porque me refiero a nomadismo como el hecho de movernos intelectualmente, relacionarnos con la diversidad humana, pensar las cosas desde otra perspectiva, respetar lo distinto. Sintetizando la consigna, podemos decir que el hogar se refiere al lugar donde me conocen, sobre todo, en mis debilidades y, por conocerlas las protegen. Donde podemos ser nosotros mismos y eso nos genera tranquilidad. Por su parte, ser nómadas es donde radica la posibilidad más concreta del crecimiento potencial. Raíces como identidad, alas como posibilidades que tenemos para construyendo nuestra realidad.
Estimular
eso en un hijo, una hija, debería ser una convicción, un proceso, una elección,
un deseo, una ambición y un plan. Soy de los convencidos que hacer eso genera
ese saludable orgullo de satisfacción por hacer lo correcto, lo justo, lo
necesario, aunque parezca lo ideal.
Cuando te
dan eso como hijo, quizás, te das cuenta que te ofrecen el mundo, te abren
posibilidades, te estimulan los sentidos, te tienden un puente hacia la
posibilidad del placer, del crecimiento y de la satisfacción. Esto es,
obviamente, genial. Por eso, se lo puede percibir y vivirlo como una riqueza.
Si eso pasa es, lógicamente inevitable, que uno lo quiere reproducir cuando te
conviertes en padre, en madre.
Ahora bien,
cuando pasas del otro lado del mostrador, eres ese padre o esa madre y,
finalmente, puedes hacer lo mismo con tu hijo/a, aparece una enorme paradoja,
por lo que no te dijeron: que, al darle las merecidas, necesarias e inevitables
alas a tu hijo/a, también debes hacer el duelo de la presencia, ya que ella deja
de ser constante, debes aprender a manejar la sincera angustia de los riesgos
que tiene la vida. Te das cuenta que sufres la mutilación de la ingenua idea de
la protección que ofreces, asumes la desesperante espera de las noticias y
comprendes, de modo intenso, la inquietante transición a ser ajeno en el día a
día. En ese momento, tal vez, comprendes más a tu propio padre y a tu propia
madre.
Nada de eso
es que sea malo, sólo es la vida que toca vivir. No es que uno deba
arrepentirse jamás de dar esas alas, todo lo contrario. Sólo se trata de capear
el temporal interno y frente a la realidad, confiar, recordar, atesorar y creer
en alguna certeza cósmica: todo estará bien y lo hecho tendrá el valor de
promesa, la solidez de raíces sinceras y la convicción de hogar. Al final vivir
es algo de eso y mucho más.
Lo
importante es comprender que es un crecimiento mutuo, porque tanto el que
ofrece raíces (hogar), como el que recibe alas y caminos como posibilidades,
tienen la posibilidad real de crecer como personas, de hacer que el proceso
sólo sea una de las formas más saludables de evolucionar y que al final, la
utopía de felicidad parece una posibilidad real.
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