

Pienso que ya nos dimos cuenta, hace tiempo, que hacer desaparecer a alguien no es sólo matarlo, por más que esto es una de las formas más eficientes, crueles e irremediables que exista para concretarlo. Hacer desaparecer a alguien, también es quitarle la posibilidad de su identidad, de su esencia, de su palabra y destruirle o silenciarle sus opiniones de forma sistemática, contundente y efectivamente. Aceptemos de una vez que a toda violencia es fundamental verla desde quien la sufre, sin la comparación por saber quien sufre más.
Lo que si sostengo es que de un modo u otro el objetivo en todos los casos sigue siendo eliminar a quien nos molesta por el sólo hecho de tener el poder. Eliminarlo de la forma que fuera, utilizando las razones que nos parezcan mejores, hasta inventándolas para que se sostengan. Quizás hasta creyéndonos las razones, por ser más ideales, más creíbles o más piadosas.
Me niego, irrevocablemente, a la posibilidad de creer que cualquier poder pueda tener el derecho de hacer “desaparecer” a alguien por alguna forma. Me resisto a aceptar que los intelectuales, o quienes se llamen así, se empecinen en no ver el riesgo de todo poder para hacer desaparecer, aún sin matar a nadie; y me niego, sin concesiones, a aceptar que un estado, de cualquier tipo, utilice cualquier recurso, el que fuera, para producir desaparecidos de cualquier índole.
Aún queda mucha lucha, nuestra humanidad todavía no superó la instancia decisiva, la de comprender que sólo la alteridad es la que nos lleva hacia un futuro promisorio.