Sentir placer es una de las ventajas de ser humano, con permiso de
otras especies –conocidas y no. Estamos invitados a sentirlo. A veces –ojalá que
muchas- nos lo permitimos y nos sorprendemos por el bienestar que produce. Nos
dejamos celebrar y formamos parte del festín que los colores, olores, sabores,
sonidos y demás nos propone la vida o el andar por ella. Así, nos entregamos a
los sentidos –a todos o alguno de ellos- y exploramos hasta rutas conocidas y
andadas tantas veces, para deleitarnos con el placer que nos produce, el camino
realizado. El placer no es una simple contingencia de andar por este mundo sino
que es una simbiosis con nuestras vivencias, nuestras percepciones y los demás.
Lo sabemos, sentimos placer por tantas cosas, siempre positivas. Esto merece una larga aclaración –tal vez,
declaración sea el término correcto-: Me niego, pueden decirlo “casi
caprichosamente” a llamar placer a lo que hace daño adrede a alguien. No me interesa
que liberen iguales neurotransmisores o que produzcan sensaciones parecidas.
Quiero reservarme el nombre de “placer” para aquello que produce efectos
positivos y que no intenta hacer daño, aunque sabemos que las relaciones pueden
producirlo, aún sin pretenderlo).
El placer está, repito, no solo en nuestra capacidad de percibir lo
que nos rodea y tomarle el gusto por nuestras vivencias, sino en permitir que
el placer se extienda a algún otro. Pensemos en cualquier cosa y veremos que
compartido aún es mejor. Por supuesto, implica un poco más de esfuerzo o como
quieran llamarlo.
En lo sexual el placer son sendas conocidas que mutan en el día a día.
Me animo a decir, que en la rutina no hay placer, aunque pueda haber satisfacción.
Esto, obviamente, no implica afirmar que solo en lo nuevo hay placer. El cuerpo
del otro es un territorio que aún conocido nos permite el peregrinaje
desconocido al placer. Por más que los detalles sean los mismos, es nuestra
forma de recorrerlos, de re-descubrirlos, de percibirlos, de “adorarlos” (este
palabra no es tan plana como creemos) que nos incita al placer. Tal vez por
eso, también podemos encontrar placer en el recuerdo de ese cuerpo que
recorrimos en algún momento (otra palabra que no es plana, para mí).
Quizás, todo ello permite, en definitiva acceder, algunas veces al
gozo. Esa sensación que es personal, que permite el éxtasis de sentirse que hemos
llegado a un lugar pleno, único, maravilloso e íntimo. Curiosamente ese gozo
nos invita a pensar en volver a recorrer los caminos del placer para intentar,
quizás, volver a sentir ese gozo. He gozado, algunas veces, siempre muchas
veces menos que las que he tenido placer. Esta diferencia es lógica y la única
posible.
Por esto, por esos caminos donde el placer sigue siendo la opción y
por el recuerdo de aquellos momentos donde el gozo fue descubierto es que uno
sigue peregrinando por más que siempre desee volver. Placer y gozo. No son lo
mismo y eso es, quizás, una de las maravillas menos conocidas y más
usufructuadas por la humanidad.