El papa renunció. La noticia sacudió al mundo. Porque es importante,
aunque no se crea en su figura o porque es algo muy esporádico en el tiempo.
Pasa cada ciento de años, se puede leer, en cuanta crónica del suceso exista.
Pero nos tocó en suerte y lo vivimos, con mayor o menor apego. La gente habla
sobre ello, otros escriben. Yo, por mi parte, no pienso sobre la renuncia del
papa, sino en la idea de la renuncia.
Renunciar es uno de los pocos gestos humanos que tienen connotaciones
tan diversas, tan opuestas, tan paradójicas. Se renuncia por cobardía y por
valentía. Se renuncia por soberbia y por humildad. Se renuncia por miedo y por
convicciones. Se renuncia por dudas y por certezas. Se renuncia por odio y por
amor. Se renuncia por desesperación y por esperanza. Se renuncia por cansancio
y por fortaleza. Seguramente más contradicciones se pueden encontrar.
En la renuncia uno está solo ante el mundo o ante una persona. Uno se
enfrenta a sí mismo para hacerlo. Sabe, quizás lo que deja y conoce la
incertidumbre que viene. Sólo tiene, a su lado, la convicción de la decisión.
Aquella que surge de las simples o complejas evaluaciones que hizo para tomar aquella
decisión. Renuncia con la convicción de dejar algo y de enfrentarse a lo nuevo.
Renunciar es más que decir “no”, conlleva, tantas veces, demasiados
“si”. Implica, valga decirlo, la sensación renovada de creer en algo, de estar
convencido de algún amor, de una esperanza, de una fe. Hay en ese gesto, la
desnudez humana que siempre trasluce el espíritu de uno mismo.
Como todo gesto, los demás sólo podemos interpretarlos pero nunca
significarlo. El significado real está en quien lo realiza. Como los besos,
como las caricias, como las sonrisas, como los adioses, como las preguntas,
como la vida misma.