Mi padre decía
que la síntesis era una actividad maravillosa. Porque hilaba las partes de algo
para formar un todo pero, para él, se
realizaba con tal creatividad que surgía, inexorablemente con una marca de
identidad. Algo así como cada uno tiene sus propias síntesis. Que no es lo
mismo, valga aclarar, que cada uno tiene su propia versión. Veamos, una síntesis
es un esfuerzo para reflejar algo de manera que el otro lo perciba con la
suficiente claridad, contundencia y comprensión. Es decir, uno cuenta lo que ha
percibido, procurando que ello se acerque a lo que todos han podido percibir.
Pero la síntesis, como hecho creativo, introduce ese trazo personal, una suerte
de firma intelectual, que, en pocos casos, es irrepetible.
La síntesis es el
esfuerzo interior por el otro, sintetizamos porque el otro está allí y lo
reconocemos. Es la apología del diálogo puesto que una síntesis muestra algo y
por más que está cerrado se abre a lo nuevo, a quien la recibe. Es más, podemos
decir que una buena síntesis es la que permite que el camino, en este caso
intelectual, siga. Algo así, como en bioquímica, que definen la síntesis como “proceso
de obtención de un compuesto a partir de sustancias más sencillas”.
Si, es la síntesis
algo maravilloso que no surge por querer hacerlo sino por empeñarse en
intentarlo. Esto implica procurar que el otro, ese otro necesario, fundamental,
ineludible, nos acompañe y al hacerlo nos permita hacerlo, y, luego, otros más.
No por nada la poesía, la creatividad como intento mágico de síntesis, se basa
en poder hacer que todos percibamos algo que nos evoca lo que nos compromete.
Procurar la síntesis,
no implica, claro está, ser sintéticos. Buscar la síntesis es explorar en
nuestra mente la alquimia para trasmitir un todo desde nosotros mismos a otro. Un
“otro” que, ojalá, reciba el esfuerzo como un presente.