Tengo mis bemoles con las redes sociales (o lo que yo entiendo por ellas). Defiendo
algunas porque las encuentro de una practicidad maravillosa. Otras las denigro.
Algunas las uso. Las otras las rehúyo. Yo, y otros tanto hacen lo mismo o
diferente. Encuentro maravilloso el poder comunicarse en tiempo real en la
distancia. El poder comunicarse con alguien con quien no tenemos posibilidad de
vernos por la distancia física o aquella que está definida por “el otro
tiempo”. Siempre habrá alguien que tiene “un millón de cosas a hacer” y que no
se da tiempo para un encuentro. La tecnología lo resuelve o te da unas buenas
herramientas para zafar bastante bien.
A ver, veamos, existe actualmente, un modo de comunicarse
cuando la distancia está como real, un medio que es directo, económico y
“permanente”. ¡Vaya que hemos adelantado de la época de cartas a mano
trasladadas por barcos!
Sin embargo, todos sabemos una evidencia, aunque cada tanto nos
olvidemos: nada reemplaza aquella comunicación que podemos hacer cara a cara.
Nada puede reemplazar el poder mostrar la emoción en la mirada, en los gestos,
en la cercanía en el rostro. Ni emoticones, ni manifestaciones emotivas grandilocuentes,
aun las que van llenas de corazones y, menos aquellas con estallidos de amor
dicho sin filtros en los grupos de whatshap, por ejemplo. Veamos, la verdad es que
me parecen una muestra adolescente que, en los adultos, es algo así como una
simple estupidez.
Lo aclaro, yo fui adolescente. Sé lo que es buscar frases
hermosas de poemas repetidos al cansancio y decirlas como si fuesen voces
propias. Fui adolescente en la época donde “las redes sociales” eran tarjetas
donde se escribían mensajes “cursis, edulcorados y muy poco originales” y hasta
donde se podía incluir “símbolos” de sentimientos (los corazones en sus
variaciones siempre existieron). Eran los antiguos emoticones hecho a pulso
(quiero imaginar que los jeroglíficos también los incluyen). Pero un día dejé
de ser adolescente y comprendí que el sentimiento es real porque somos capaces
de expresarlo con la selección de lo bueno, con la precisión de la artesanía,
con las certezas de lo comprendido.
Un mensaje con sentimiento tiene su forma, su contenido, su lugar y su destinatario. Es un acto íntimo, por más que podamos hacerlo público por alguna circunstancia. Pero es un acto dirigido a una persona. Es medido no por lo que se siente, sino porque hace la distinción con lo demás. No, no se quiere a todo el mundo igual por más que repitamos la forma de querer.
Declaraciones colectivas en el whatshap tienen el aroma de la falta de
compromiso. Esto es una verdad, sino piensen, a esas personas que le hablan de
“cuanto lo quieres” seguido de emoticones varios y diversos, a esas personas
¿cuál fue la última vez que hiciste el esfuerzo de tomar tu tiempo, ese que
ocupas con “un millón de cosas” para verlo, para estar, para hablarlo, para
escribirle, para pensarla; en definitiva para poder hacer lo único que prueba
que alguien es importante? ¿Qué cosa? El esfuerzo real, concreto, deseado,
dirigido de poder comunicarte con esa persona a la vieja usanza, es decir personalizado. Esa es una de
las pruebas del valor que le das a una persona, independiente que utilices, también para ello, las facilidades (siempre geniales) que la tecnología ofrece.