
A ver, veamos, existe actualmente, un modo de comunicarse
cuando la distancia está como real, un medio que es directo, económico y
“permanente”. ¡Vaya que hemos adelantado de la época de cartas a mano
trasladadas por barcos!
Sin embargo, todos sabemos una evidencia, aunque cada tanto nos
olvidemos: nada reemplaza aquella comunicación que podemos hacer cara a cara.
Nada puede reemplazar el poder mostrar la emoción en la mirada, en los gestos,
en la cercanía en el rostro. Ni emoticones, ni manifestaciones emotivas grandilocuentes,
aun las que van llenas de corazones y, menos aquellas con estallidos de amor
dicho sin filtros en los grupos de whatshap, por ejemplo. Veamos, la verdad es que
me parecen una muestra adolescente que, en los adultos, es algo así como una
simple estupidez.
Lo aclaro, yo fui adolescente. Sé lo que es buscar frases
hermosas de poemas repetidos al cansancio y decirlas como si fuesen voces
propias. Fui adolescente en la época donde “las redes sociales” eran tarjetas
donde se escribían mensajes “cursis, edulcorados y muy poco originales” y hasta
donde se podía incluir “símbolos” de sentimientos (los corazones en sus
variaciones siempre existieron). Eran los antiguos emoticones hecho a pulso
(quiero imaginar que los jeroglíficos también los incluyen). Pero un día dejé
de ser adolescente y comprendí que el sentimiento es real porque somos capaces
de expresarlo con la selección de lo bueno, con la precisión de la artesanía,
con las certezas de lo comprendido.
Un mensaje con sentimiento tiene su forma, su contenido, su lugar y su destinatario. Es un acto íntimo, por más que podamos hacerlo público por alguna circunstancia. Pero es un acto dirigido a una persona. Es medido no por lo que se siente, sino porque hace la distinción con lo demás. No, no se quiere a todo el mundo igual por más que repitamos la forma de querer.