Arrepentirse tiene mala fama. En esta época que se debe
parecer seguro y completamente convencido de todo, arrepentirse parece como una
falta a nuestra coherencia. Pero, si lo pensamos correctamente, el
arrepentimiento prueba una de las cosas más sencillas, evidentes y contundentes
de lo humano. Aquello que fue sintetizado en un verso que es tan popular:
“Caminante no hay caminos, se hace camino al andar”. O sea, vamos por la vida
con lo que tenemos y en ese andar intentamos acertar el camino y, cuando lo
erramos procuramos la senda que sea mejor.
Lo hacemos cotidianamente y un buen día el camino parece más claro pero
la posibilidad del equivocarnos está siempre en cada paso. No por eso, vamos a
pensar ni a paralizarnos ni a poner todo como un riesgo que el universo
colapse. Es la vida, simplemente.
Yo, por mi parte, me arrepiento de muchas cosas. Algunas de
ellas totalmente pasajeras y, me doy cuenta en esta distancia, que fueron
errores de principiantes, de ingenuo, de estar sujeto a códigos infantiles o
cosas así. Por ejemplo, recuerdo, con cariño, y me arrepiento de no haberme
quedado esa noche en Amsterdam. No cambió mi vida, ni hacerlo lo hubiera hecho
pero allí está. Me arrepiento de placeres que renuncié por alguna cosa que hoy ya
no le doy importancia. Me arrepiento de otros placeres que me permití, porque
no justificaron ciertas cosas que originaron y podría haberlo previsto. Me
arrepiento de besos (valga como síntesis) que no di y de algunos que, quizás, me
podría haber ahorrado. Son tonterías. Cualquiera de nosotros tenemos en la vida
innumerables anécdotas de ese tipo.
Esos arrepentimientos sólo son historias que nunca fueron
escritas. No modifican el rumbo de nadie. Aún escritas, quizás nadie, las
recuerde y, en último caso, al conocerlas podría abonar la imaginación de
algunos. No más que eso.
Pero hay otros arrepentimientos que son más complejos. Son
aquellos donde no se pudo prever –no se quiso, no se supo, no…algo- que lo que
hacíamos – o dejábamos de hacer- producía daño. Esos son los arrepentimientos
que hacen cicatrices. Algunas de ellas se ven, otras se las siente. No son la
culpa. Son el simple hecho de haberse equivocado y de la consecuencia de ello. También
tengo esos arrepentimientos. Algunos de esas acciones las pagué en carne propia
y aún duelen las cicatrices invisibles. Están allí. Con sus bordes rugosos y
grotescos recordándome que en aquel momento elegí mal el camino y no pude
desandarlo. Me arrepiento de "aquella ventana", de "esos correos", de "esa noche", de "aquella playa" y "de esa habitación", entre varias cosas.
¿Hay formas de evitarlo? Después de hecho uno quiere volver
al pasado y hacerlo de otro modo. Pero, todos sabemos eso no es posible.
Algunas veces, pocas, hubo una segunda oportunidad y creo que las hice mejor o,
me di cuenta las razones por las que seguí eligiendo mi acción con una idea de
es lo mejor aunque duela. Pero, tantas veces no hay segunda oportunidad. Hay
cicatrices que siguen doliendo.
No debo arrepentirme por ser esa conjunción que somos entre
genética y aprendizaje. Ese conjunto caótico, tantas veces, de sueños, límites,
deseos, miedos, capacidades, sentimientos, carencias y tantas cosas que
conjugan nuestras acciones. Pero si podemos y debemos arrepentirnos de las
veces que nos equivocamos que, por ser humanos, siempre existen.
¿Cómo evitarlo? No creo que podamos. La vida implica un
camino a hacer. Quizás podamos minimizarlo siempre con una consigna sencilla:
intentar y ser consientes de poner el máximo de lo posible en cada momento,
sabiendo que hay días que ese máximo no será el total de nosotros sino el que
podemos. Al hacerlo, tal vez, nos permita ser un poco más indulgentes con
nosotros por esas cosas que hicimos –haremos-
y que, cada tanto, nos arrepentiremos.