La palabra maestro tiene un valor ancestral. Reconoce a una
persona que tiene un saber y, sobre todo, un “savoir faire” particular. Así, es
una verdad de Perogrullo, que todo maestro es un docente pero que no todos los
docentes son maestros. Aun cuando varios docentes que no son maestros son muy
buenos en su tarea. Parece una complicación pero es muy simple. O sea para ser
maestro, en el sentido simbólico específico, no alcanza con ser bueno enseñando
una materia, tiene que ver con una conexión muy específica donde se desarrolla
desde la rebeldía hasta la confianza.
Por
eso, por lo general, reconocemos como maestros a muy pocas personas. Aquellas
que han sido capaces de tallar, en el momento único de nuestra existencia, esa
herramienta que nos sirve toda la vida. Aquella o aquel que tuvo la capacidad
de mostrarnos un camino deslumbrante o tal vez aterrador –en aquel momento- y
ayudarnos a poder emprenderlo y que hoy, ya camino adentro, vemos como el
camino de nuestra vida.
No pretendamos haber sido maestro de todos. Es decir, dejemos la
grandilocuencia y nos sintamos felices si alguien en el universo nos reconoce
como maestros.
Días como hoy, en Argentina, se recuerda al maestro. Evocando la figura de un tal “Domingo”. Valga la ocasión para saludar a los docentes de nuestros hijos e hijas. Pero también es una de esas ocasiones para hacer memoria de otros tiempos y otras personas, también. En esos momentos donde hubo personas que lograron hacernos sentir capaces de ser felices, capaces de aprender, capaces de poder crecer, capaces de poder volar, conscientes de tener raíces, y por todo ello, en definitiva, capaces de ser personas de bien; a pesar de todo lo que pueda caernos en suerte. Esas personas que contribuyeron a que veamos el mundo de otra forma y así aspirar a construirlo siempre mejor o intentarlo seriamente, sin pausa.
Ojalá alguien pueda decirnos siempre, aunque sea con otras
palabras el ya famoso “Oh! Captain, my captain!
Va por aquellos, va por estos, mi homenaje.