Los seres humanos tenemos una relación muy humana con la verdad. Así
tenemos relaciones amigables, sinceras, odiosas, distantes, ciegas, intensas,
relajadas y demás con eso que llamamos la verdad. En el fondo seguimos siendo
como somos ante ella: algunos seremos neuróticos, otros obsesivos, un poco, perversos y habrá un grupo de psicóticos, que se reservan, por una ignorancia popular muy simpática, como los únicos que la dicen. Si fuese así, en la historia habría habido muchos
“napoleones” más que el petiso corso.
Lo que quiero decir es que tenemos una
relación ambigua con la verdad. De entrada confundimos nuestra opinión,
aún la sincera, aquella dicha sin fingimientos, como la verdad. Nos olvidamos que los seres humanos somos seres que interpretamos los hechos. No es que somos dioses que vemos la desnudez desencarnada de las personas. Interpretamos las cosas con mayor certeza que otros, sin dudas, en ocasiones. Así esas opiniones cuando las decimos con “total franqueza” (una virtud sin dudas) sigue siendo una opinión y no la verdad, aunque, valga decirlo, acertemos de cabo a rabo en ciertas situaciones.
relación ambigua con la verdad. De entrada confundimos nuestra opinión,
aún la sincera, aquella dicha sin fingimientos, como la verdad. Nos olvidamos que los seres humanos somos seres que interpretamos los hechos. No es que somos dioses que vemos la desnudez desencarnada de las personas. Interpretamos las cosas con mayor certeza que otros, sin dudas, en ocasiones. Así esas opiniones cuando las decimos con “total franqueza” (una virtud sin dudas) sigue siendo una opinión y no la verdad, aunque, valga decirlo, acertemos de cabo a rabo en ciertas situaciones.
De vez en cuando, lo reconozcamos, podemos ser más descriptivos y
realmente acercarnos a la verdad "universal", al decir hechos bien contundentes y expresivos
que casi todo el universo coincidiría si contase con todos los elementos. Así, por ejemplo, que el médico diga que hay un cáncer o que
alguien diga que está lloviendo, son verdades que casi todos podríamos reconocer
por más que no veamos al principio.
Sin embargo, no se trata de la verdad de lo que decimos, eso insisto, sino que la misma depende de varias variables. Por ello, no podemos garantizarla a nadie. Entonces, ¿qué
hacer? Pues no sé. Yo, por mi parte, creo que los seres humanos podemos y
debemos garantizar dos cosas (Bueno, varias, pero a los fines prácticos de esta
entrada, me quedo con dos).
La primera es la franqueza. Que se asocia con la sinceridad y que nos
habla de decir las cosas sin fingimiento. Lo que, curiosamente, implica también
el quedarnos callados para no burlarnos de nosotros mismos. Decir las cosas con
franqueza, paradójicamente, es el hecho que nos expone y nos da fragilidad. Al
no ser dioses, poseedores de la verdad, la franqueza implica el riesgo de
equivocarnos y la pregunta, por lo tanto, es: ¿qué somos capaces de hacer
cuando, nuestra franqueza está
equivocada? ¿Somos capaces de insistir en buscar la verdad en lo que ya
dijimos?
La segunda cosa que es bueno garantizar es el acompañar. Decir “nuestra
verdad” sobre el otro, implica mostrar la desnudez o la fragilidad que puede
tener. Eso es contundente y por ello, la pregunta sigue siendo, ¿cómo
acompañamos al que le decimos la verdad? Esta es la virtud que debería
acompañar a la franqueza. A ver, no siempre podemos acompañar al otro pero, en
esos casos, ¿cuán perspicaces somos para ver que esas persona sacudida por
nuestra verdad esté acompañada?
Es el riesgo del otro. Es lo que hace la diferencia. Ser francos no
alcanza cuando el otro es importante para uno por la razón que sea, familia,
amigo, amante, conocido, paciente. Tenemos que ser cuidadosos no en escatimar
la “verdad” que vemos, sino en comprender que poder decirla, o sea, tener el
derecho de hacerlo, implica la obligación de velar por esa persona que nos
permite la confianza de hacerlo.
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