La diversidad es riqueza. Es una verdad fácilmente perceptible, altamente reconocida como, también, científicamente valorada. La diversidad no es otra cosa que saber que somos únicos, irrepetibles y verdaderamente diferentes. No existe concepto humano que nos identifica más como especie humana. Un concepto que, valga decirlo, nos impulsa y, sobre todo, nos permite creer que siempre podemos mejorar, porque hay otras formas de ver, pensar, sentir y crear. No por nada en nuestra vida nos afanamos en buscar puntos de encuentro con los demás, porque sabemos que son diferentes.
Entonces,
esa diversidad no solo es lógica, sino realmente inevitable. Frente a este hecho,
constatado permanentemente, surge la pregunta obligada a pensar y a respondernos:
¿Qué hacemos frente a eso? No existen muchas posibilidades de responder. Creo
que únicamente son tres respuestas posibles: atacamos, ignoramos o “aprovechamos”.
Si
revisamos la historia de la humanidad sólo veremos crecimientos como individuos
y como sociedades cuando no elegimos las dos primeras opciones. Esto es obvio ya
que “atacar” o “ignorar” son dos caras de la misma moneda: la utilización de la
violencia como recurso. Esto, lo decimos casi todos, es lo que ha generado,
históricamente, el deterioro del tejido social y, sobre todo, la involución de
nuestra especie. Entonces si de los tres caminos posibles solo uno nos sirve como
especie, ¿Por qué insistimos en elegir los otros tantas veces?
No
hay respuesta taxativa, pero, claramente, conocemos el recurso para evitarlo: la
educación. Porque por ella somos capaces de brindar no sólo conocimiento, sino
potenciar los valores que creemos vitales y podemos crear habilidades para la
vida. Entonces, la pregunta clave es si ¿somos capaces de educar para la
diversidad? Pregunta que tiene una previa: ¿somos capaces de darnos cuenta la
necesidad de hacerlo? Lo que, básicamente, está asociado con darnos cuenta si somos
capaces de asumir la piedra angular de la humanidad: el otro es vital
preservarlo, es axial comunicarnos, es esencial reconocerlo. Sin olvidar el
implícito que atraviesa nuestra especie: nosotros, cada uno de nosotros,
también somos el otro para alguien.
La diversidad
como riqueza, los puentes como una necesidad, la comunicación como una
urgencia. Sobre estos elementos, se puede construir una sociedad más justa, más
equitativa, más deseada. Voy a insistir, no como algo mágico, sino como
posibilidad concreta de tener lo que aspiramos. Ahora bien, concretamente esto
necesita dos elementos claves: una educación orientada a reconocer al otro,
potenciar la comunicación eficaz (la asertiva) y eliminar la violencia en todas
sus formas y, lo segundo, un sistema social que ordene los recursos y los
aplique en pos de potenciar la riqueza de la diversidad y elimine toda forma de
violencia (o haga muy difícil que se manifieste).
En
lo personal, quizás, el primer paso, sería pensar introspectivamente: ¿cuál de
nuestras diferencias –porque la tenemos- es la que ha ayudado a crear un mundo
mejor? Ser diferentes es nuestra verdad innegable, como también la contraparte,
con ello somos capaces de crear mundos solidarios. ¿no sería bueno de insistir
en esto?
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