La cobardía es una de esas cosas que cualquiera detesta. Por ello, ser
acusado de cobarde es un insulto que sacude, a veces, brutalmente. Uno es
cobarde, en esta lógica, cuando no se anima a hacer lo que es necesario, aquí y
ahora.
En la palabra cobarde están implícitos muchos elementos en relación a lo
que no se demuestra. La incapacidad de «jugarse» por lo que tiene valor,
desafiar a quien sea para hacer frente al desafío de haber hecho lo necesario y
justo frente a lo adecuado.
Todos podemos estar de acuerdo, por ejemplo, que no aceptar la guerra
como idea no es ser cobarde pero que si la guerra está declarada y uno no osa
hacer algo para proteger a lo que uno valoriza es, para muchos, un cobarde. Esto no implica, señalemos tomar las armas. Estoy
convencido que una actitud pacífica frente a la violencia no es una cobardía,
sino una decisión de valentía superior.
He aquí la cuestión central: la cobardía siempre conlleva un juicio de
valor sobre lo que consideramos que se debe defender, sobre lo que uno, el otro
o cualquiera que se precie de ser moral, se debe jugar. La cobardía se define,
entonces, por quien define el valor en relación a otros valores que están sobre
la mesa.
No estoy diciendo, valga aclararlo, que la cobardía en sí no existe.
Claro que si. Todos podemos ser cobardes y, seguramente, yo lo he sido en más
de una ocasión -no hay en esto ningún
orgullo-. Como varias personas.
Decirle a alguien cobarde –por medio de cualquiera de las sinonimias,
circunstancias y modalidades que podamos usar- es una calificación que puede
afectar; digo bien afectar y no hacer reaccionar (uno de las excusas más
utilizadas para no acompañar al otro en su proceso).
De nuevo, el mismo problema, comprender al otro no es asumir que tiene
razón con cualquier estupidez que pueda pensar o sentir. Es valorizar que su
interpretación tiene valor y que, aún cuando difiere de nuestra interpretación
no es, ipso facto, lo contrario, ni
lo equivocado. Más aún, cuando realmente creemos que está equivocado, ¿qué
hacemos para procurar ver el error, acompañar el cambio, sugerir nuevos
elementos para ello?
En conclusión, nos preguntemos, muchas más veces, lo siguiente: ¿Cuándo
el otro no hace lo que espero que haga, realmente sé lo que está haciendo?
Antes de pensar que el otro es o deja de ser cobarde, hagamos el esfuerzo de
acompañarlo. Quizás, en eso, ganemos todos la confianza de ser, la magia de
estar, la valentía de compartir.
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