Algunos seres humanos somos como esculturas para los demás. Una metáfora
complicada, sin dudas, porque no es univoca en sus sentidos. La idea de la
escultura podría parecer algo inerte, pasivo, frío, superfluo, simplemente un
adorno que no tiene la prioridad del vínculo. Es verdad que se puede pensar en
eso. Pero pienso en la escultura como algo más complejo. De un lado ese proceso
creativo que surge desde la idea misma y que se debe confrontar con la
fortaleza del material y la fragilidad del material. Un proceso que nos pide
tiempo, nuestra pasión, nuestras emociones a flor de piel, nuestras
sensaciones, a veces, turbulentas, y otras cosas. No hay relación posible sin
la comprensión de ese instante de intimidad donde se desnuda ese mármol, donde
residen nuestras emociones.
También pensemos en la escultura que nos gusta, esa que conocemos los
detalles, las imperfecciones, la belleza que los demás no pueden ver, o si,
pero que la sabemos por habernos detenido a adorarlas a los pies, como se
adora. Ese vínculo que no pretendemos único pero que sabemos único puesto que
está construido desde esa distancia donde la desnudez es cercanía y no pudor.
Son esculturas, también, en el sentido que esas personas siempre nos perdurarán.
Están hechas de los componentes constantes que elaboran nuestros sentidos y nuestros
sentimientos; que, en definitiva, son aquellos materiales nobles que forman nuestra
propia esencia.
Sin dudas que habrá otras metáforas para pensar en el otro, en la
otra. Hoy acéptame esta ya veremos las otras.