Participar de un recital de música
o, simplemente, escuchar algunas canciones es exponerse a una lluvia de
sensaciones. De repente uno puede sentir que está desnuda la piel y, por ello,
que es capaz de recibir las vibraciones de un modo tan profundo, tan sostenido.
Como si la música y, sobre todo, los versos nos hablasen de un modo particular,
de tal manera que uno los puede sentir como únicos, como dirigidos a uno mismo.
Algo así como palabras que tienen las formas justas para que se cuelen por esas
rendijas que protegen a nuestra sensibilidad, sean las rendijas que nos
protegen grandes o pequeñas.
Si, parece una cursilería, se puede decir con
veracidad. ¿Pero escapamos a eso? O mejor dicho, ¿es bueno no ser sensible a
eso? Esa supuesta sensibilidad es un elogio de nuestra humanidad, no un karma
de una persona, de una edad, de un estado. Es una de las ocasiones donde el
ánimo debería estar exaltado, aun manteniendo la calma.
Todos y todas guardamos en la
mente canciones que nos han hecho emocionar ya que representan una síntesis
elocuente –y acepemos, muchas veces exageradas- de lo que sentimos como el
instante vital. Canciones que han sonado al tiempo que teníamos el encuentro o
el desencuentro que establece una marca indeleble en nuestro espíritu.
La música, esa habilidad humana,
de juntar sonidos para transformarlas en un lenguaje que comunica nos los
adueñamos para dejar espacio a los no dichos, a las cosas que no sabemos, ni
queremos expresar. Robamos versos y melodías para que ellas sean nuestro
traductor en tantas ocasiones. Pero también para que sean el testigo elocuente
cuando no estamos o no están, de nuestro sentimiento.
Canciones. Otra mágica manera de
comunicar, que, nunca debe reemplazar el comunicar. Esa capacidad maravillosa
de poder decir, con palabras, miradas, caricias, gestos y silencios lo que
sentimos. Siempre es mejor decir "My lover", que simplemente hacer que la canción diga "My lover",
aunque siga siendo lindo escucharla y quede siempre nos suene como una declaración de principios.