No hay
democracia –ni aún la universitaria- sin libertad. Si, lo sabemos, la libertad implica
un tratado filosófico y más para definirla. Pero, “a buen entendedor…”, podemos decir. Libertad nos dice mucho a
todos. Y, sobre todo, nos dice que no es libertad. Por ello, en esa afirmación,
simple pero contundente, radica una definición de varias cosas que son imprescindibles
para una democracia.
Así,
afirmamos que para que haya libertad –dejemos la discusión filosófica para otro
momento- es necesario, imprescindible, ineludible que la dignidad sea
respetada, que los Derechos Humanos –en toda su amplitud- sean promovidos,
resguardados y protegidos, que exista
una noción de bien común que no excluya a quienes más necesitan –en la práctica
real y no sólo en los discursos y los números- y que se estimule la autonomía
real y concreta de todos y cada uno de los habitantes.
Todo
ello, se debería fomentar de muchas maneras. Existen recetas económicas,
sociales y sanitarias para aspirar a optimizar cualquier modelo. Algunas de
ellas, lo sabemos, fracasaron rotundamente. Se podría hacer análisis sobre
ellos. Se podría pensar en términos de ideologías –del lado que quieran- que
sugieran con más ahínco o menos, que van a conseguir el ideal en este sentido.
Todo se puede hacer pero, hoy, creo –e insisto- que todo el secreto de la
eficacia de cualquier modelo se basa en cómo se establecen los sistemas de
control al poder, porque es el poder el que permite la corrupción que afecta la
libertad, la autonomía, el bien común, los DDHH y, en definitiva la dignidad
humana. Es decir que, con una convicción total, no hay democracia viable -la
que permite el camino y la garantía de la libertad- sin una lucha real,
concreta, eficaz y seria contra la corrupción. El resto son ilusionismos
discursivos, utopías engañosas y estafas políticas. Por eso, aún pedimos, democracia.
Como una necesidad irrenunciable para el futuro de todos y todas.
Publicada en La Gaceta el día 27/4/14