Un tipo público dijo: "En
el fondo, a todas las mujeres les gusta que les digan piropos. Aquellas que
dicen que no, que me ofende. no les creo nada. Porque no hay nada más lindo que
te digan: 'Qué linda sos". Y agregó: "Por más que te digan alguna
grosería, como 'qué lindo culo que tenés'. Pero está todo bien".
Leo estas declaraciones y no me sorprenden. Es definitivamente
normal que alguien abra la boca y diga lo que piensa. ¡Enhorabuena!. ¡Bravo!. Es
tan importante que haya libertad de expresión. Por supuesto las declaraciones
pueden contradecir los hechos, pueden deformar las cosas y hasta pueden ir en
contra de lo necesario, pueden, incluso, fomentar algo negativo, es más, puede ir
en contra de la realidad misma. Pero eso es otra cosa. Es decir, todos podemos
decir la boludez que queramos o pensemos y hacerlo sin filtro. Pero no porque
uno abra la boca –aunque sea un tipo público- lo enunciado pasa a ser una
verdad, es más en muchos casos queda evidente que es una boludez extrapolada
gratuitamente con una clara muestra de impunidad oral. Una forma específica de no
pensar un poco más allá de sus propios límites mentales.
Un piropo no debería ser una agresión y por ello nunca puede ser
una invasión. Veámoslo claramente, uno decide hacer algo –en este caso decir un
piropo, el que sea- un algo que sale de percibir algo, elaborar un mínimo y
decirlo. Pero una vez dicho, no puedo asumir que la otra persona lo debe
recibir como yo quiero. Allí es donde el otro, que existe, decide, siente, se
expresa, se puede sentir agredido por esa invasión.
Si, creo en los piropos. Pero creo que ello se construye desde
la intimidad real, no la inventada en mi mente. Un piropo, debemos recordar,
siempre tiene su forma de hacerlo. Alguna indicación, aunque pequeña, de cómo hacerlo.
Creer que sólo alcanza con decirlo para que sea buena es ignorar que la otra
persona tiene el valor de persona, la libertad de toda persona y el derecho de
pensar distinto y, aunque este tipo no lo crea, de ofenderse.
Así que sí, que vivan los piropos pero nunca jamás a costa de la
ofensa, del ignorar la importancia de no permitir la invasión.