Un día cumplimos
años. 365 días después –o 366 en ocasiones- del último aniversario. Como suele
pasar, a veces, cae lunes. Lunes con todo lo que implica. Así, se celebra de
alguna forma y como se puede. Se deja, en ocasiones, la fiesta para otra
ocasión o, se aprovecha, y no se hace nada dado que es lunes. Las razones
siempre encuentran buenas excusas en el cotidiano.
Lo que es
indudable que en ese día de cumple aparecen lo saludos; los deseados, los
deseables, los indeseables –ojalá que sean pocos, aquellos que son de compromiso
como quien dice buen día a la pared- y, están, también, aquellos que uno añora.
Esos saludos de quienes no están por que se fueron, porque están lejos, porque
se olvidaron de uno –no del día, eso no tiene ninguna importancia- o porque el
antiguo cariño, amor o lo que fuera ya fue.
Un buen saludo de
cumpleaños debe tener sólo un par de cosas. No más. Una sonrisa plena, aunque
sea del corazón, capaz de agasajar por el simple hecho de sentirse compartiendo
una alegría. De ofrecerle al que cumple años la disponibilidad del espíritu y
la cercanía del encuentro. Independiente del vínculo es hacer una apuesta real
por el encuentro, aunque sea tan efímero como un saludo. Lo segundo, el regalar
un deseo como un intento de creer que aún podemos pensar que todo puede ser
mejor, que aún vale la pena sentirnos vivos y confiantes que toda persona
debería tener alguien que se alegra con uno.
El resto, la
fiesta, la alegría, los regalos o lo que fuera son lindos pero secundarios
siempre. Porque un cumpleaños es la prueba que tenemos que nuestra vida siempre
está en relación con los demás, con aquellos que ya pasaron, que ya se fueron,
que están lejos o distantes y esos otros que están cerca, sea en la proximidad
del espacio, del tiempo, del sentir. En definitiva, que podemos festejar porque
no estamos solos y eso, vaya que siempre es un regalo.